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"Mis sinceras condolencias, señorita Stankóv." "Lamento mucho su pérdida..." "Lo siento por su hermana... y su padrastro."
Durante meses, esas frases vacías la siguieron como un eco. Repetidas por profesores, compañeros e incluso desconocidos, como si al decirlas pudieran borrar lo ocurrido o calmar su conciencia. La mayoría evitaba mencionar a su "madre enloquecida". Algunos, incluso, repetían rumores absurdos de que Alicia había sido seguidora de Gellert Grindelwald. Stella se burlaba de esa teoría en silencio. Alicia no tenía el talento ni la ambición para algo así. Apenas podía lanzar un Crucio decente.
Desde entonces, se había distanciado. De Irvin, de Caroline, de Poliakov. Eran los únicos lo suficientemente listos como para sospechar que algo no andaba bien. Y si cavaban lo suficiente, podrían descubrir la verdad.
La Stella que regresó tras las vacaciones no era la misma. Era más reservada. Más fría. Más determinada.
Y con una decisión clara: desaparecer por un tiempo del radar del mundo mágico, hasta que el "incidente" fuera solo un recuerdo vago. Solo le quedaba un año en Durmstrang. Uno más, y luego sería libre.
Libre para buscar poder. Para dominar las ramas más oscuras de la magia. Para cumplir su propósito.
Lo primero en su lista: vender la casa. Aquella donde todo ocurrió. Donde su padre había puesto cada piedra con amor... y donde Stella solo sentía dolor, odio y ruinas.
Luego, tal vez viajar. Aprender en escuelas mágicas del este, o en las oscuras bibliotecas del norte. Su camino apenas comenzaba. Y su objetivo no había cambiado: alcanzar un futuro glorioso, grandioso. Inquebrantable.
Una visión se coló en su mente, como una herida mal cerrada. Un recuerdo.
Tenía seis años. Su padre estaba creando figuras de luz con la varita. Animales flotaban en el aire: dragones, hipogrifos, thestrals. Cada criatura respondía a una respuesta correcta.
—¿Cuándo fue la rebelión de los duendes? —preguntó su padre con voz cálida.
Pensó un momento. Historia de la magia siempre le había parecido aburrida.