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Suecia. El aire helado le cortó las mejillas y el viento le habló como un viejo conocido.
Stella apareció frente a las verjas altas y oxidadas de la mansión Stankóv, lugar de secretos y magia prohibida, de cicatrices de la infancia, de risas falsas, risas reales, llantos contenidos... y sangre.
Apretó los labios. Su casa.
Entró.
Los muros parecían aún más grises que antes. Los muebles cubiertos por sábanas polvorientas. Pero la magia dormida seguía ahí. Oscura. Antigua. Fiel.
Subió los escalones. El sonido de su caminar resonó como una canción olvidada.
Y entonces lo escuchó.
—¿A-a-ama Stella...? —una voz débil, pero reconocible, desde la sala principal.
Corrió.
Allí estaba. Krisser. Su elfo doméstico. Más encorvado. Las orejas más caídas. Ojeras, heridas... pero su mirada: firme, brillante, temblorosa de emoción.
—¡Mi ama! ¡Lo sabía! ¡Krisser sabía que usted volvería!
Stella se arrodilló de inmediato. No era habitual en ella mostrar emociones, pero el nudo en la garganta le ardía. Extendió las manos, y el elfo se abalanzó sobre ella con un abrazo desesperado.
—Shh... Tranquilo, viejo tonto —le susurró, acariciando su espalda como si fuera un niño.
—¡Krisser la buscó! ¡Krisser preguntó! ¡Fue con él! ¡Con ese hombre de ojos rojos y corazón de hielo! ¡Le pregunté por usted, mi ama! ¡Y él...!
—¿Qué hizo?
Krisser bajó la cabeza.
—Me maldijo. Me rompió el brazo. Me dejó tirado... pero no me mató. Porque sabía que usted jamás lo perdonaría por matar a Krisser. Me dijo que usted era suya... pero no lo es.
Stella cerró los ojos. Sintió cómo la furia hervía en su pecho.
—Gracias, Krisser. Has sido más leal que cualquier mago.