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El tren se detuvo con un chirrido metálico que pareció rasgar el silencio espeso de la tarde. La lluvia caía fina, constante, empapando los sombreros y capas de los estudiantes que bajaban a toda prisa. Algunos reían, otros se abrazaban tras el largo verano... pero había algo en el ambiente, algo tenso, contenido.
La tragedia del año anterior —la muerte de Myrtle Warren— seguía impregnando los muros del castillo como una herida mal cerrada.
Stella descendió de su vagón privado envuelta en su capa negra, el cuello alto y recto, como un escudo. Detrás de ella, su maleta flotaba por orden de un hechizo sin pronunciar. Su andar era elegante, frío, pero sus ojos buscaron, inevitablemente, una silueta.
Y la encontró.
Tom, ya en el andén, rodeado de un pequeño grupo de alumnos que lo seguían como sombras: Avery, Mulciber, Nott... Todos atentos a cada palabra suya, como si escucharan a un profeta.
Pero él no decía nada.
Solo la miró.
Y aunque no hubo palabras, ni gestos, ese cruce de miradas fue un impacto silencioso que ni la lluvia logró disolver.
Los candelabros flotaban en lo alto, lanzando un resplandor cálido sobre las largas mesas llenas de estudiantes. El techo encantado imitaba el cielo de la noche, con nubes oscuras que se mecían suavemente. Las conversaciones se mezclaban con el sonido de platos y cubiertos, risas, predicciones del año por venir.
Stella estaba sentada en la mesa de los profesores, entre el Profesor Merriton de Encantamientos y la Profesora Higsbee de Adivinación. Llevaba una túnica negra entallada con bordes plateados, sobria pero elegante, y su cabello recogido con un alfiler antiguo de su madre. Lucía impecable.
Y sin embargo, su mirada solo se desviaba hacia un punto: la mesa de Slytherin.
Tom estaba al centro, como un rey en su trono. Los alumnos más jóvenes lo admiraban, los de su edad lo seguían, y los mayores lo respetaban. Pero él... no miraba a nadie más que a ella. Con disimulo. Con precisión.