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Todo empezó con un grito.
Agudo, cortante, y tan repentino que pareció partir el silencio de la tarde como una cuchilla. Una estudiante de cuarto año, de la casa Hufflepuff, había sido la primera en verlo.
El cuerpo yacía rígido, tieso como mármol, con los ojos abiertos de par en par, atrapados en una expresión de puro terror. La mano aún extendida hacia su bolso caído, la boca entreabierta como si hubiera intentado gritar... pero no tuvo tiempo.
El primer cuerpo petrificado.
La conmoción fue inmediata. Alumnos salieron de sus aulas empujándose unos a otros para ver. Gritos, llantos, pasos acelerados. Profesores aparecieron con rapidez, varitas desenvainadas, hechizos de barrera estallando en los extremos del pasillo.
Los prefectos intentaban controlar la multitud, pero el pánico ya se deslizaba como un espectro invisible.
—¡Atrás! ¡Todos atrás! —gritó el profesor Dippet, el director en ese momento, con su túnica ondeando al correr.
Madame Pomfrey llegó segundos después, su rostro más pálido de lo habitual. Murmuró hechizos de diagnóstico sobre el cuerpo rígido del chico: un joven de sangre muggle de Ravenclaw, llamado Thomas Greaves.
La profesora Stankov llegó poco después, abriéndose paso entre la multitud con un rostro de hielo. Pero al ver el cuerpo, la rigidez de su expresión se quebró por una fracción de segundo.
Sabía. No cómo. No cuándo. Pero sabía quién. Y ese conocimiento la devoró por dentro como una corriente fría.
—¿Qué clase de maldición es esta...? —susurró el profesor Merrythought, veterana de DCAO, examinando al alumno petrificado con ojos nublados por la incredulidad.
—No es una maldición —dijo Stella, en voz apenas audible. Y nadie pareció oírla... excepto una figura más atrás en el pasillo.
Tom Riddle.
De pie, impecable, con el rostro marcado por la expresión justa de horror, preocupación y tristeza. Nadie habría dudado de su sinceridad.