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El aire estaba denso, como si contuviera un secreto a punto de quebrarse.
La bruma cubría el suelo hasta los tobillos y silenciaba cada pisada. Tom Riddle caminaba a paso lento por el estrecho sendero entre los árboles, su túnica negra brillando apenas bajo la luz espectral de la luna. A su lado, la figura rubia de Stella Stankov avanzaba en silencio.
—¿Por qué aquí? —preguntó ella con suavidad, aunque cada palabra era una daga envainada—. ¿El bosque del orfanato, Tom? Pensé que te habías quitado este sitio de la piel como una vieja costra.
Tom sonrió.
—Aquí comenzó todo —murmuró—. Y aquí debe terminar.
Ella se detuvo. El viento jugó con su cabello como si presintiera lo que venía.
—¿Qué debe terminar?—Hizo una pausa observando el lugar.—Aquí enterraste a Daniel Drellick —dijo con frialdad—. Por mirarme dos segundos de más.
Tom sonrió, sin volverse.
—¿Lo sabías?
—Lo supe siempre. Como sé lo que vas a intentar esta noche.
Tom giró lentamente, los ojos centelleando con esa mezcla oscura de deseo y rabia.
—Entonces, ¿por qué viniste?
—Porque aún tenía fe —dijo ella, avanzando un paso—. Fe en que el chico que una vez me sostuvo la mirada en este orfanato... aún existía, aunque fuera enterrado bajo siete horrocruxes y una máscara de poder.
Tom lanzó un hechizo aturdidor con rapidez.
Pero Stella no era cualquier bruja.
Él ya lo sabía.
Giró sobre sí misma, bloqueó el hechizo con un escudo de energía cruda, ni siquiera utilizó la varita.
—¿En serio creíste que no me daría cuenta? —dijo con frialdad.
—No. Sabía que te darías cuenta. Solo que no a tiempo.
