¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Llevaba una semana trabajando en aquel sucio orfanato muggle. Sí, la mismísima Stella Stankóv, con la sangre más pura y un linaje más antiguo que el Ministerio de Magia, ahora pasaba sus días entre mocosos malolientes y adultos ignorantes. Un sacrificio necesario para su plan.
—Sé que estás ahí, niño. Sal de una vez —dijo con tono aburrido, cruzándose de brazos.
De entre las sombras emergió el mismo crío de siempre: cabello negro, rostro inexpresivo y mirada más intensa de lo que se esperaría para alguien de doce años.
—Lo sé. Es inevitable no mirarme, soy hermosa —continuó ella con sorna—. Pero deja de hacer eso. Das miedo... pareces un pequeño acosador.
Soltó una corta risa, divertida.
En la mente de Tom Riddle, una palabra resonó: idiota. Esa mujer era arrogante, descarada, irritante. Y fascinante. Una combinación peligrosa.
—No soy un acosador —respondió Tom arrastrando las palabras con frialdad.
—Claro que sí. Espiarme desde que llegué, ¿cómo lo llamarías? —preguntó con una sonrisa sarcástica.
—Entonces... ¿te doy miedo? —soltó él con una sonrisa apenas visible.
—Dije que das miedo. No que me das miedo. Aprende la diferencia —dijo Stella con tranquilidad, arqueando una ceja.
—Es lo mismo —bufó Tom.
—Claro que no, niño.
—¡Que sí es! —respondió con molestia.
—No sé por qué estoy discutiendo con un niño de diez años...
—¡Tengo doce! ¡Y no me llames así! —gruñó Tom, irritado.
Stella se giró, riéndose para sí, y lo dejó hablando solo. Como siempre.
Él bufó, y una bombilla explotó por encima de su cabeza. Se dirigió al patio, donde normalmente encontraba alguna serpiente. Si no, siempre podía llamarlas.