ℂ𝕒𝕡𝕚𝕥𝕦𝕝𝕠 2.

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Comenzaba su sexto año en Durmstrang, y por primera vez en mucho tiempo, Stella Stankov se sentía verdaderamente libre. Estaba de regreso en el lugar al que pertenecía. El mismo castillo que, alguna vez, también pisó su padre.

Durmstrang no solo era su escuela, era su refugio. Allí no era la hija despreciada de Alicia, ni la media hermana de una mestiza insoportable. En Durmstrang, era Stella Stankov, respetada por profesores y temida por alumnos. Donde ella caminaba, la gente la miraba. Donde hablaba, se la escuchaba. Y cuando callaba, su silencio pesaba.

Amaba ese lugar. Cada piedra fría, cada ventisca helada que golpeaba las ventanas. Pero sobre todo, adoraba la antigua pared oculta tras un encantamiento que mostraba el símbolo de las Reliquias de la Muerte. Se decía que Gellert Grindelwald había grabado ese símbolo con su propia varita cuando aún era estudiante allí. Su padre se lo había contado con emoción en una ocasión, confesando que en su juventud, incluso había deseado seguir al temido mago oscuro.

Stella solía pararse frente a esa pintura en silencio. No solo la observaba: la absorbía. Soñaba con lograr lo que Grindelwald no pudo.

Superarlo.

Dejar un legado que ni la muerte pudiera borrar.

Pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, devorando libros antiguos, aprendiendo rituales olvidados, perfeccionando conjuros oscuros. A veces inventaba los suyos. Era brillante, decidida... y peligrosa.

Eso no significaba que careciera de vida social. Todo lo contrario. Tenía varios amigos —pocos, pero leales— que compartían su visión del mundo. Había tenido sus escarceos amorosos, aunque ninguno serio. Stella no amaba. No confiaba. Solo se divertía. Y lo hacía en brazos de varios atractivos estudiantes búlgaros. Nada más.

Ahora mismo estaba acostada en su cama, en su habitación privada. La única del castillo con cuarto individual, un privilegio heredado de la influencia que su apellido seguía teniendo. Pero Stella, lejos de agradecerlo, lo despreciaba. Lo atribuía a la compasión. Y ella odiaba la compasión más que cualquier maldición.

Su mente vagó sin permiso, y de pronto, se encontró recordando aquel tercer año en Hogwarts... el último antes de su exilio voluntario.

Era de noche. Los pasillos estaban vacíos. Caminaba en silencio, sin hacer crujir las botas contra las baldosas, evitando a los prefectos y, sobre todo, a Peeves.

Se dirigía al almacén de ingredientes de pociones del profesor Slughorn. Solo tomaría lo que necesitaba: un colmillo de serpiente oscura, veneno de acromántula y dos pelos de demiguise. Había agotado su reserva, la que su padre le había enviado, y los necesitaba para una poción que ella misma estaba desarrollando.

Una poción de invisibilidad.

Extendió su varita hacia uno de los pelos de demiguise.

—Geminio —susurró.

𝐁𝐔𝐑𝐊. (𝑻𝒐𝒎  𝑹𝒊𝒅𝒅𝒍𝒆)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora