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La mesa estaba iluminada con candelabros flotantes, toda abarrotada de comida, la plata pulida reflejando destellos dorados del techo encantado. Las risas de Slughorn llenaban el aire, acompañado por el sonido de copas y platos finos.
Tom Riddle sonreía, impecable como siempre, su túnica perfectamente alineada, la copa sostenida con elegancia. Pero sus ojos, oscuros e inmutables, no se apartaban de Stella, quien se preguntaba cómo podía ser tan doble cara, suponía que igual que ella podía hacerlo con una naturalidad absoluta.
Ella estaba sentada justo enfrente, hablando con una alumna de séptimo año, fingiendo interés. Su sonrisa era tensa. Evitaba mirar a Tom, pero podía sentir su mirada como una corriente eléctrica recorriéndole la piel.
Tom inclinó la cabeza apenas, con esa expresión suya tan sutilmente burlona que solo quienes lo conocían bien podían leer.
—Mi querida Stella, tu clase sobre maldiciones imperdonables fue de lo más esclarecedora. Mis alumnos no hablan de otra cosa. ¿Verdad, Tom?
Tom alzó la mirada, sereno, y sostuvo la de Stella por un segundo más de lo necesario.
Su collar de perlas de repente la hacía sentir asfixiada.
—Oh, absolutamente, profesor. —Una media sonrisa curvó sus labios—. La profesora Stankov tiene... una forma muy especial de enseñar. Intensa, diría yo. Difícil de olvidar.
Stella bajó los ojos a su copa sin responder. Slughorn rió, sin notar la tensión en el aire.
—¡Sí, sí! Es exactamente lo que necesitan. Firmeza. Pasión. Compromiso. ¡Lo que hace un buen maestro!
Tom giró ligeramente su copa entre los dedos, como si meditara algo más profundo.
—Claro que... a veces, el compromiso es efímero. Y lo que parecía una lección, termina siendo solo... una advertencia.
La rubia levantó la mirada, tensa pero firme. Su expresión era dura, pero no mostraba emoción. Solo ella sabía que esas palabras no iban sobre su clase. Él lo sabía también.