Capítulo 38

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Sara Presley

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Sara Presley

Con el teléfono aun lado de mí y mordiendo mis uñas como una loca desesperada, estoy sentada mirando fríamente por la ventana si es que llega el equipo aéreo junto con Elián.

No he recibido ningún mensaje, ninguna llamada, nada, absolutamente nada acerca de eso. Cada minuto enciendo el teléfono para colaborar si no hay algún mensaje, por lo menos un sticker, con eso me conformo, pero quiero saber si está bien. Aunque Elián es muy precavido y por eso una parte de mi está tranquila. He intentado millones de llamadas y en ninguna consigo una respuesta.

Cuando decido pararme de mi asiento las articulaciones y los músculos empiezan a dolerme con mayor intensidad, como si hubiera hecho una rutina intensa de ejercicio, pero es extraño ya que no hago ni el más mínimo movimiento. Caminando como puedo me acerco a la perilla de la puerta, antes de moverla, una persona del otro extremo la está tomando así que decido soltarla y dejar que Daniel pase.

—Sara....—su voz se rompe al verme.

Con mi mano en el pecho intento respirar sin que me duela.

—¿Ujum?

—¿Estas bien? Te vez pálida.

—¿Dónde está Elián? —intento salir de la habitación pero Daniel me detiene tomándome de los hombros antes de que me derrumbe en el suelo—¿Ya llego? Quiero verlo.

—E-El e-está bien.

—¿Ya se comunicó con-tigo?—pregunto sosteniendo mis piernas con las últimas fuerzas que me quedan mientras limpio el sudor bajando por mi frente.

—¿Sara, te encuentras bien? No es normal que este sudando—quita su chaqueta y limpia mi sudor.

—Toda la cama está empapada de sudor. Seguramente—gimo del dolor apretando mis ojos —hizo mucho calor por la noche.

—Déjame ver tus manos.

—No... De-déjame estoy b-bien — digo entrecortada sintiendo escalofríos.

—¡Déjame ver tus manos, carajo!

Alza el tono de voz tan fuerte que el dolor de pecho aumenta de igual manera.

Le acerco mis manos, Daniel las toma con cuidado y empieza a observar las pequeñas manchas rojas que se admiran en las palmas de mis dos manos.

Me sorprendo al verlas ya que anteriormente no las tenía.

—Mierda—masculla preocupado.

Me alza con sus musculosos brazos para llevarme de vuelta a la cama.

—No...allí no—me da un escalofrió repentino—La ca-cama está toda sudada.

—¡¿Por qué mierda no me dijiste!? ¡Sara, por Dios! ¡Pudiste haber muerto!

Hermosos ErroresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora