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07| La prometida del príncipe

Tres días después

Mi madre adoptiva solía decir que si quieres algo debes salir a buscarlo y pelear por ello, bueno vale, solo me lo dijo una vez y se lo dijo más bien a su novio, pero me lo tomé como algo personal, algo dirigido a mí indirectamente. Esta sociedad, la de este siglo, me parecía una mierda.

Llevaba tres días viviendo bajo el techo de los reyes y la gente en la puebla me miraba con curiosidad, no sabían quién era y mi aspecto era todo lo contrario a los que vivían aquí.

Aquí todos parecían ser pálidos y rubios  y ojos claros y yo... Bueno yo era todo lo contrario. Poseía un cabello color chocolate y unos ojos marrones que a veces parecían negros.

Las miradas incesantes de los pueblerinos mientras caminaba al lado de la reina no cesaban, y ya no sabía si las miradas eran dirigidas hacía su majestad o hacía mi.

-No te preocupes, al pasar el tiempo una se acostumbra- me susurra la reina mientras se para en una tiendecita de piedras preciosas. Yo no quería acostumbrarme, quería volver a casa y escuchar la nueva canción de Harry Styles.

En cuanto ví el puesto de piedras preciosas donde la reina se había parado a mirar, me retracté, Harry Styles podía esperar.

Lo admito, las piedras preciosas son mi debilidad. Creo que siempre lo han sido aunque no se decirlo con exactitud, ya que no recuerdo nada sobre mi vida antes de este año. Un trauma, dijo el psicólogo. JA.

Si, a eso lo llamaba no recordar nada de mi vida. Un trauma y no sabía por qué.

Tal vez si que estaba traumada.

-¿Te gusta alguna querida?- la pregunta de la reina me dejó descolocada por unos momentos, ¿me lo decía a mí?

Miré a mi alrededor pero allí solo estábamos la reina, la señora que atendía el puesto y yo.

-¿Es a mí?- pregunté estúpidamente.

La reina asintió con la cabeza.

-La calcedonia- respondo mirando fijamente la piedra de color morado.

-La piedra sagrada de los nativos, promovedora de la hermandad y la buena voluntad- afirma, lo que ya sabía, la dueña de la tiendita.

-¿La deseas?- me pregunta la reina.

Asiento con la cabeza, pero cuando veo que va a pagar para llevarsela apartó su mano con delicadeza.

-Nunca podría pagarle su majestad, dejemosla en mi lista de deseos- sonrio.

Ella asiente y coje otras piedras preciosas para ella, entre ellas diamantes muchos diamantes. Creo que le gustan.

Cuando ambas nos disponemos a salir de allí para volver al castillo por la hora de comer dos hombres con un uniforme extraño y feo, muy feo, se plantan en nuestro camino, le hacen una reverencia a la reina y miran a la mujer que tenemos detrás. La dueña del puesto.

-Tú- vocifera uno de ellos- nos debes mil monedas de oro este mes.

Me giró extrañada, eso era una gran cantidad de dinero. La profesora había afirmado siempre que nunca pasaban más de quinientas monedas de oro a la hora de pagar impuestos.

Y si no recordaba mal, el guía dijo que pagaban poco debido a las guerras con el reino enemigo. Hasta Arturo me comentó algo sobre los escasos que eran los precios de los presupuestos. Que raro.

-¿Disculpe? El mes pasado tuve que pagar casi ochocientas monedas de oro, ¿cómo han podido subir tanto los impuestos?- responde con los ojos cristalizados la mujer.

Una Esposa Para El PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora