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08| Un rey al fin y al cabo

Arturo

Contemplo a Valeria dormir, una sensación embriagadora me envolvía, queriendo dormir con ella. Una sensación que me hacía querer que abriera sus ojos avellana y me sonriera.

La conocía poco, muy poco realmente, apenas llevaba tres días compartiendo techo con ella. Pero cada vez que ella estaba alrededor mío una sensación hogareña y reconfortante se instalaba en mi pecho, como si la conociera de toda la vida. Como si ella fuera parte de mi. De mis días, de mi vida.

-Querido- anuncia  padre irrumpiendo en la habitación- deberías ir a descansar, llevas toda la noche acompañándola en su sueño.

Niego con la cabeza, no podía dejarla sola. Me negaba.

-Hijo, ve- insiste- ella estará bien, tu madre quiere acompañarle también.

Asiento en varias ocasiones pero ni así, consigo levantarme de su cama, de la cama de Valeria.

Mi padre me toma de ambos hombros y, casi a rastras, consigue sacarme de la habitación de Valeria. La que yo le había asignado dos noches atrás.

Padre sale conmigo de la habitación, dando paso a mi madre y a varias sirvientas que llevan paños y gasas en sus manos.

-Sal al pueblo, da una vuelta.. no sé, despejate, hijo. Necesito que tengas fuerzas y que te entrenes bien antes de la llegada del resto de reyes, bien sabes que llegarán pronto.

Asiento. Y una vez más, hago lo que mi padre, el rey, me pide.

Una vez en mi dormitorio, me desnudo sin ninguna vergüenza, paso mi mano por mi fornido pecho y con un suspiro que guarda más que palabras me dirigo a mi aseo personal.

Me acicalo, lavo mi cabello, mi cuerpo y mi vista emborronada. Me coloco camisas que para cualquier príncipe serían desarregladas, pero para mí, para pasear por el pueblo, no lo son, ni siquiera para ir por palacio.

No cojo mi caballo, voy andando, por el mismo camino que ha realizado ella, junto a las flores. La había visto subir toda la colina, había estado esperándola para almorzar juntos pero ella no había aparecido, así que me propuse esperarla en su habitación.

La había visto subir el camino hacía palacio intranquila y hablando en voz alta consigo misma. También me había percatado de que había estado cerca de media hora en la puerta del castillo, paseando de un lado a otro, nuevamente intranquila. Había algo que le quitaba la paz a Valeria, pero no tenía conocimiento sobre que podía ser.

Para cuando llego a la puebla, ha amanecido completamente. Los pueblerinos salen a saludarme extrañados porque esté aquí tan temprano, pero yo tampoco lo sé.

-Joven príncipe- Me llamo Valtea, una vendedora de piedras preciosas.

-Buenos días Valtea.

-Buenos días joven príncipe, quería darle las gracias por lo que hizo su prometida por mí.

¿Mi prometida? Yo no tenía ninguna prometida.

-Disculpe, ¿qué?- murmuré.

-Si joven, la muchacha tan bonita que venía con su madre ayer al mercado.

Valeria.

-¿Ella le dijo que era mi prometida?

Valtea asiente en varias ocasiones y continua:

-La joven me salvó de pagar mis impuestos demasiado altos.

Seguramente era aquello que deseaba contarme pero temía mi enfado y debido a ello se desplomó.

-Es usted muy afortunado, tal vez la maldición se rompa con ella.

-Eso espero- confieso.

- Dele a la señora las gracias de mi parte y que cuando guste puede volver a mi puesto- Valtea se gira para volver a su puesto, pero una idea se instala en mi cabeza.

-Señora Valtea- la llamó, ella se gira hacía mi extrañada- ¿Sabes si a Valeria le ha gustado alguna de tus piedras preciosas? O sí se llevó alguna..

Valtea asiente y se mete en su puesto, sacando una piedra preciosa de color morado, sinceramente, no sabía cuál era.

-A la señora le gustó esta, la calcedonia.

Asiento:

-Dame dos, las que más se parezcan por favor- le pido amablemente.

No sé qué pensamiento tengo en mi cabeza, pero quiero comprar dos. O alomejor, aún no quiero desvelarlo.

-Aquí tiene príncipe, dos calcedonias, exactamente iguales- me entrega ambas piedras en una bolsa artesana. Conociendo a Valtea, lo más probable es que las trabaje ella, al igual que sus piedras.

-Gracias Valtea, dime cuántas monedas de oro le debo, por favor.

Tras pagarle a Valtea y darme un par de vueltas por la aldea, hablar con casi todos los habitantes de esta se acerca la hora de comer. Trato de emprender mi camino de vuelta a palacio, pero otro puesto, repleto de flores llama mi atención.

-¿Qué flor le regalaría usted a una dama que acaba de conocer?- cuestiono mirando unas hortensias.

-Tal vez una rosa- contesta el señor en su puesto.

Niego con la cabeza, debe ser alguna que me recuerde a ella, una personal e íntima.

Miro todas y cada una de las flores que hay en el puesto del señor, unos claveles blancos son los que se llevan mi total atención.

Y no sé porqué pero siento que llevo toda una vida comprando claveles blancos.

-Deme un ramo de claveles, por favor.

Estaba conforme, los claveles me recordaban a las numerosas perlas blancas que decoraban las orejas de Valeria. Y bueno, puedo admitir que a su sonrisa también. Pero había algo más, algo que hacía que mi cabeza se nublara y un dolor intenso se instalara en ella.

Pero eso, el que los claveles me recordaban a ella, era algo que nunca podría admitir, Valeria acabaría marchándose, volviendo a sus tierras, rodeadas de personas iguales, de tiendas y sin un rey. Y yo, me quedaría aquí, y sería rey sin una reina.

Pero un rey al fin y al cabo.

Una Esposa Para El PríncipeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora