El demiboy del tutú

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El edificio Serendipia tiene seis pisos y se encuentra en la esquina de una de las calles laterales a la que ahora es de las avenidas más concurridas del centro de la ciudad

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El edificio Serendipia tiene seis pisos y se encuentra en la esquina de una de las calles laterales a la que ahora es de las avenidas más concurridas del centro de la ciudad. En la planta baja, puedes ver una pared repleta de fotografías y reconocimientos; algunas organizaciones se los han entregado, otros son recuerdos de los huéspedes y logros que a los dueños les gusta presumirles a los que ingresan, diciéndoles un "vivía aquí antes de…".

La ciudad entera conocía el edificio y siempre daba de qué hablar. Algunos no se acercarían ni aunque les pagasen. Otros anhelan en secreto vivir cerca de el. Muchas miradas se desvían hacia su entrada cuando las personas pasan por un lado o por la acera de al frente.

Pero no siempre fue así.

El gran Serendipia, un ícono en la ciudad, tuvo una época en que era poco más que una estructura abandonada, un conjunto de tres pisos de apartamentos compartidos de menos de veinticinco metros cuadrados cada uno. Las escaleras chirriaban al pisarlas y su barandilla estaba oxidada, las paredes se descascaraban y la pintura caída formaba pequeños grupos en el suelo mal barrido, pegados a los muros en un intento de colarse en las esquinas y disimular su presencia.

En esa época, la ubicación no era buena y había que caminar un par de calles desde la parada más cercana. Tenían pocos comercios cerca. El alquiler era barato y a veces algún apartamento tenía diminutos insectos negros que caían en gran cantidad del techo. Aunque nadie podía explicarse por qué, les daba la impresión de que era mejor no llamar a un experto, porque no creía que les fuesen a dar una buena noticia.

También fue la época en que los últimos dos llegaron.

Meissa y Suhail Farage estaban acostumbrados a más de trescientos metros, habitaciones con una importante separación para la privacidad de Meissa en relación a sus hermanos mayores, dos de las tiendas de sus padres cerca de su posición y alguien que ayudase con la limpieza. La perspectiva de las cucarachas muertas en las esquinas y la caminata para llegar al edificio era algo nuevo, y por tanto, un poco aterrador.

Sin embargo, tenían un objetivo claro y la determinación debía ser un rasgo familiar. Eso decía su madre. Nada más que la terquedad podía explicar cómo su padre amasó la "pequeña" fortuna que ahora tenía después de mudarse de un continente a otro, de Oriente a Occidente.

Por esto, incluso cuando Meissa vio otra cucaracha en el suelo, se limitó a esquivarla y toqueteó el borde inferior de su hiyab, que caía sobre sus hombros, en un gesto que le era inconsciente.

La dueña del edificio, una anciana de aspecto amigable a la que le nacían más arrugas al sonreír, se giró tras abrir la primera puerta y les indicó que podían pasar. El otro inquilino no se encontraba en ese momento.

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