🀦Capítulo 35🀦

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Se sentía tan arropado, tan satisfecho arrimado a él, camino del sueño... El golpeteo de la lluvia era pura música, una nana para flotar hacia el mundo de los sueños.

Se imaginó avanzando hacia él, con su elegante traje reluciente bajo el sol, con un ramo de lirios de un rojo encendido apoyado en el brazo. Él lo esperaría, lo tomaría de la mano y le haría promesas. Unas promesas que significaban para siempre.

Hasta que la muerte los separara.

No. Se apartó notando un estremecimiento bajo el corazón. No había que mencionar la muerte el día de la boda. Ninguna promesa tenía que vincularse a ella.

La muerte traía sombras, y las sombras tapaban el sol.

Promesas vacías. Palabras dichas de memoria sin intención de cumplirse. Nubes delante del sol, y la lluvia que convertía su traje blanco en algo gris, apagado y lúgubre.

Hacía frío, todo era inhóspito. Pero en su interior había fuego. El odio era un horno, y la cólera, el fuego que lo alimentaba.

¡Qué extraño, qué extraordinario sentirse tan vivo, tan brutalmente vivo por fin!

La casa estaba a oscuras. Una tumba. En su interior todos estaban muertos. Solo vivía su hijo, y viviría para siempre. Eternamente. Él y su hijo vivirían para siempre, estarían juntos hasta el final de los días mientras los demás se fueran pudriendo.

Aquélla era su venganza. La única tarea que tenía delante.

Él había dado vida. La había alimentado dentro de su propio cuerpo y la había ofrecido al mundo con un dolor similar al de la locura. No iban a quitársela. Era suya.

Aguardaría en aquella casa con su hijo. Y se convertiría en el auténtico dueño de la mansión Kim.

A partir de aquella noche, él y Yugyeom no volverían a separarse nunca más.

La lluvia lo iba empapando al andar, mientras tarareaba su melodía y el dobladillo se arrastraba en el barro.

Jugarían en los jardines los claros días de primavera. Cómo reiría él. Florecerían las plantas, cantarían los pájaros, solo para ellos. Té y pasteles, sí, té y pasteles para su queridísimo hijo.

Pronto, muy pronto nacería para ellos una primavera eterna.

Avanzó en la lluvia, caminando entre la espesa bruma. De vez en cuando creía oír algo... Roces, risas, llantos, gritos.

De vez en cuando creía ver un movimiento por el rabillo del ojo. Niños que jugaban, una vieja durmiendo en un sillón, un joven plantando flores.

Pero no eran de su mundo, no eran del mundo que él buscaba.

En su mundo, habrían sido sombras.

Anduvo por las sendas, pisó los parterres de invierno con los pies descalzos, sucios. Sus ojos, unos furiosos rayos de luna.

Vio la silueta de las caballerizas. Lo que le hacía falta estaría allí, pero también encontraría a los otros. Criados, mozos de cuadra en celo, sucios palafreneros.

Acercó un dedo a sus labios, imponiendo el silencio, pero una carcajada se escapó de ellos. Tal vez debería quemar las caballerizas, encender un fuego que llegara hasta el cielo. ¡Cómo relincharían los caballos, cómo correrían los hombres! Una hoguera que calentaría la gélida noche.

Se creía capaz de encender fuegos con el pensamiento. Y éste lo llevó a enfrentarse a la mansión Kim. Podía reducirla a cenizas mentalmente. Cada una de sus habitaciones estallaría con el fuego. Y él, el gran Kim Soohyun, así como todos los que lo habían traicionado, perecerían en aquel infierno creado por él.

Lirio Rojo³Donde viven las historias. Descúbrelo ahora