Diecinueve, parte dos

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Me tomó por el hombro e hizo presión hasta hacerme caer acostada por completo en la cama. Sus manos se posicionaron a los lados de mi rostro a la vez que su cuerpo se acomodaba sobre el mío sin tocarlo. Me miró y noté como me escudriñaba, como intentaba leerme la mente, pero fui incapaz de hablar, me sentía temblorosa. Era como si hubiese entrado en una especie de parálisis deliciosa. Demasiadas órdenes ejecutándose al mismo tiempo en mi cerebro. Innumerables pensamientos tiñéndolo todo de un deseo exacerbado.

Su rodilla derecha se situó entre las mías que estaban juntas. Con soltura empujo una y después la otra, para hacer espacio. Luego se dejó caer sobre mi cuerpo y me tomó desprevenida sentir como encajaba duro contra mí. No pude hacer más que jadear de forma gutural y de inmediato supe que le gustaba escucharme así.

Su mano derecha me recorrió la pantorrilla con suavidad hasta acoplarse con mi corva, para levantarme la pierna y colocarla alrededor de su cadera. Repitió el mismo movimiento con mi otra pierna y mis talones se posicionaron en la curva de su trasero. Luego se movió, para acomodarse y el roce de su sexo contra el mío me hizo vibrar de una manera desconocida. Se sentía muy diferente a cuando me sentaba en sus piernas. En esa posición lo adivinaba todo, estaba durísimo.

Me tomó un par de segundos asimilar que él no tenía intención alguna de remitir sus delicados movimientos oscilantes sobre mí, que me hicieron entender cómo sería si llegáramos a más.

Inhalé profundo, a la vez que trataba de acostumbrarme al peso de su cuerpo encima del mío, pues él era un poco robusto.

Diego me miró de una manera tan intensa que me hizo temblar y justo cuando pensé que iba a besarme, enterró el rostro en mi cuello, para llenarme de besos. Él decía que cuando me sentaba en sus piernas era su punto de ignición, pues en ese momento, para mí, él lo era.

Mis dedos se enredaron en su cabello y lo obligué a encararme, para poder comerle la boca con intensidad, con desesperación. Él fue dócil, me dejó besarlo como se me antojaba. Le mordisqueé mucho los labios y le succioné la lengua, como él hacía conmigo a veces.

Empecé a deshacerme entre sus caricias que se iban volviendo más osadas, más suntuosas. Sus dedos, caprichosos e inmoderados, se escurrieron bajo mi falda, rozando todo a su paso. Mis muslos, mis caderas, hasta que finalmente se detuvieron en mis glúteos, que apretaron con fuerza, para atraerme contra su pelvis.

Jadeé una y otra vez, sin decoro, al sentir los efectos de la atracción vertiginosa que lograba que nuestros cuerpos se entendieran tan bien. El roce licencioso de su miembro sobre mi sexo se perpetuó a un ritmo decadente y ante la intensidad del deseo que bullía en mí, llevé mis manos a su pecho, para desabotonarle el resto de los botones y sacarle, con impaciencia, la camisa de los pantalones.

Piel, solo quería su piel.

Diego llevó la mano a su espalda y se quitó la camisa en un movimiento rápido, como si no pudiese permitirse o permitirme respirar un segundo, no había tiempo para nada más que besarnos. Muchos, muchos besos y roces perpetuos que me hicieron arder, deshaciéndome entre sus manos.

Su boca se deslizó a mis clavículas y me hizo gemir. Era como si no pudiese hacer más que eso. Mi piel se había vuelto hipersensible. Mi coño crepitaba enardecido con contracciones profundas que se me repartían por el cuerpo en pronunciadas olas de placer.

Mis manos encontraron, instintivamente, acomodo en su espalda de piel dorada, aferrándolo a mí con fuerza. Me gustaba esa tónica de necesidad epidérmica apabullante de resbalar el uno sobre el otro, de tenerlo encima a medio vestir. De sentirlo moviéndose contra mí presuroso. Aquello era como una danza y comenzaba a amar cada paso de baile.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora