Treinta y uno

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Diego se estacionó frente a mi edificio y se giró a mirarme. Puso el brazo sobre el extremo de mi asiento y ladeó su cuerpo hacia mí. Le sonreí ampliamente y él tomó uno de los mechones que se deslizaba de mi moño alto para colocarlo detrás de mi oreja e hizo un movimiento de dedos que me generó un poco de cosquillas.

Se acercó para besarme con dulzura de lo más cariñoso y yo froté mi nariz contra la suya en un sutil jugueteo. Noté como se tensó de inmediato por lo que abrí los ojos para mirarlo. Estaba serio. Segundos después, sonrió.

—¿Te ha gustado nuestra pijamada?

¿Gustarme? No creía que esa fuera la palabra adecuada para describir lo que había experimentado el fin de semana a su lado. Él me había hecho sentir bien de muchas maneras. Todo había sido increíble. 

—Me ha encantado —respondí risueña.

—Tal vez deberíamos repetirla todos los fines de semana.

—Me gusta cómo piensas. —Le di una mirada insinuante y le busqué la boca, solo que el beso apasionado que yo esperaba inspirarle se quedó flojo—. ¿Pasa algo? —pregunté interesada porque, justo antes de salir del apartamento, noté como se ponía todo raro y durante el trayecto había estado poco conversador. Se lo había achacado al cansancio, pero en ese momento, no me pareció factible, había algo más.

Diego se encogió de hombros, lo que acentuó en mí esa sensación de que algo iba mal, pero ¿qué? Habíamos rodado por nuestra suave alfombra haciendo el amor despacio hacía una hora. No comprendía que podía haber ido mal en tan poco tiempo. Me saqué el cinturón y gateé encima de la consola hasta llegar a él que me miró con el ceño apretado.

Lo ignoré y posicioné mis rodillas a los lados de sus caderas, para sentarme sobre él a horcajadas. Insistí en que me dijera qué ocurría, pero él negó con la cabeza, así que le jalé el cabello, para obligarlo a darme espacio y poder pasarle la lengua por el cuello. Diego resopló siseando y se dejó hacer.

—Sé un niño bueno y habla o de lo contrario te seguiré dando una lección.

—Entonces me porto peor —contestó con una sonrisita incitadora de mala gana.

—Dime qué pasa, por favor —dije seria, porque en realidad comenzaba a preocuparme.

Diego apoyó la cabeza contra el respaldo del asiento y exhaló ruidosamente, como si estuviese muy exasperado. Luego me miró y alzó una ceja.

—Dejaste el teléfono en la encimera de la cocina, te llegó un mensaje y no pude evitar mirar la pantalla... —Hizo una mueca de molestia—. Lo siento, sé que no debí haberlo leído.

—¿Un mensaje? ¿Y qué decía?

Diego volvió a suspirar y negó con la cabeza. Alargué el brazo hacia mi asiento, agarré mi bolso de mano y busqué en su inmensidad con apremio hasta encontrar mi teléfono que había guardado ahí, tras recogerlo de la encimera, sin siquiera revisarlo. Pulsé el botón lateral y leí el mensaje que se reflejaba en la pantalla sin desbloquear, era de Ramiro, solo que yo no lo había agendado todavía.

«Enfermera, déjame agradecerte el toque mágico de tus manos sanadoras con una cena, un almuerzo, un desayuno, lo que tú quieras, por favor».

Tras leer el mensaje miré a mi novio y entendí todo.

—¿Estás celoso y no pensabas decirme nada?

—¿Quién es? ¿Qué toque mágico de manos? —preguntó tajante.

—Bueno, es un amigo de Gabriel, el chico con el que sale Nat. Lo golpearon el sábado en la madrugada. Yo le curé la cara, pero él estaba demasiado borracho, casi ni se movía. Tenía todo el rostro lleno de sangre. Supongo que Gabriel le debió dar mi número. Me escribió esta mañana para agradecerme y yo ni siquiera le respondí, porque estábamos desayunando con tu papá. Eso es todo.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora