Veinte

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Un beso suave, sosegado, se depositó en mi hombro y me despertó del sueño dulce en el que había caído tras el arrobo postorgásmico producto de las caricias de Diego.

Él encajó su cuerpo contra el mío que descansaba de medio lado y su mano se posó en mi cintura, para abrazarme. Me quejé de su piel fría, aun así, me di la vuelta, para escurrir el rostro en el resquicio entre su hombro y su cuello. Enterré la nariz justo ahí, olía a jabón, a piel limpia, fresca y deliciosa. Se me antojó lamerlo, así que dejé correr la lengua por su garganta con absoluto deleite, luego le besé la mejilla y me acomodé adormilada contra su pecho.

Segundos después, el toque de sus dedos, escurriéndose bajo mi falda, me generó un escalofrío que me sacó del letargo.

—Mmm... Malo, no me dejas dormir. —Se rio—. Hueles a jabón, no me gusta —mentí—, tienes que oler es a mí. —Lo abracé a la vez que le colocaba el cabello en la cara y en el pecho, mientras frotaba mi cuerpo contra el suyo.

Miré las dos marcas que le pintaban el pectoral izquierdo con una coloración rojiza que empezaba a oscurecerse.

—¿Te molestó que te hiciera esto? —Posé los dedos sobre las marquitas, para darle a entender de qué hablaba.

—Mmm no... No sé, se sintió excitante. Nunca había tenido uno de estos.

—¿En serio? —Lo miré incrédula y él asintió—. ¡Qué honor ser la primera! —dije muy dispuesta.

—Eres mi primera vez para muchas cosas —contestó él acariciándome el cabello.

—¿Ah, ¿sí? ¿Cómo cuáles?

—Eres la primera mujer en gustarme así... Tanto, tanto.

—¿Antes te gustaban los chicos?

—¿Qué? —preguntó demasiado horrorizado y eso me hizo reír.

—Puedes ser bisexual, no hay problema —dije divertida—. La sexualidad es una escala de grises, no un blanco y negro.

—Me gustan las mujeres —afirmó muy serio.

—¿En plural? —Lo miré expectante, fingiendo un falso drama.

Solo tú.

Me tomó por la mejilla, para atraerme a sus labios y me dio un beso corto; pero firme, de esos que me hacían perder el sentido un par de segundos por su intensidad. Cuando me decía eso, mientras me miraba tan bonito, me resultaba inevitable deshacerme como un iceberg por el cambio climático.

—Tengo hambre —solté nerviosa de que se diera cuenta.

—Voy a llamar a Piu Bello, ¿qué pido?

—Algo de pastica, pollito o carnita y alguna ensaladita, compartimos todo.

—De acuerdo —dijo incorporándose.

—Oye —lo llamé antes de que se fuera—, ¿me puedo dar un baño también?

Entre el sudor y la humedad que se anidaba en medio de mis piernas, me sentía hecha un desastre.

—Sí, ven —Me ofreció su mano para que pudiera salir de la cama.

Diego me condujo hasta el baño de su habitación, que no era para nada como el mío con sus dimensiones diminutas. Este tenía una linda y muy amplia mesada vacía, con un gran espejo, una buenísima iluminación, como para maquillarse sin problemas y una espaciosa tina.

—Este el baño de mis sueños húmedos, ¡tienes tina! Dime que la usas, por favor —pregunté fingiéndome seria.

—Pues me ducho todos los días en ella.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora