Veintiocho, parte uno

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Nuestros encuentros eran proporcionales a nuestras ganas y conforme pasaban los días, me volvía textualmente más explícita, pues él me animaba a serlo. Me excitaba recordarle todo el tiempo lo mucho que me hacía sentir con sus besos, con su toque, con el más efímero roce de sus labios en mi cuello, o el de su lengua en el lóbulo de mi oreja, así como el de sus dedos cuando se clavaban en mi cintura.

Él era paciente y delicado. Siempre quería mi consentimiento expreso, físico y verbal. Aquello era lo ideal, sin embargo, me planteaba una dualidad con la que me costaba lidiar. Por una parte, me sentía respetada y cuidada, pero por otra, me sentía dominada, pues cuando admitía lo que quería que él me hiciera, era como si le entregase mis voluntades. Era como aceptar que no podía, que se me hacía imposible contenerme, que no conseguía resistirme.

A veces intentaba rebelarme a todo eso, pero luego caía y le dejaba tenerme. Mientras que en otras ocasiones, quería que perdiera el control e incluso, para que negarlo, lo provocaba. A veces su reacción lo impulsaba a hacer el papel de poderoso, aunque ambos sabíamos que todo era mentira. El poder lo tenía yo al decidir los límites.

Comprendí que esa frase de Oscar Wilde era cierta: «todo en el mundo se trata de sexo, excepto el sexo. El sexo se trata de poder». Lo nuestro comenzaba a escalar en un juego adictivo al que sabía me rendiría eventualmente y perdería gustosa, porque tenía claro que hasta en eso sería la ganadora. Con eso en mente quité del pequeño tendedero el par de conjuntos de lencería que había lavado a mano con mucho cuidado. Luego los extendí en la cama y fui a llamar a mi mejor amiga para que los viera. Habían perdido su hermosa presentación dentro de la caja envueltos en papel de seda y aun así, eran tan bellos que no importaba sobre qué superficie estuvieran, eran exquisitos.

Nat se encontraba al teléfono y al verme, no tardó en colocar la llamada en el altavoz.

—Aquí está, Max, cuenta para que ella escuche.

—Máximaaaaa, el tipo coge di-vi-no o sea, morí, morí, es que les tengo que contar todo, todo, todo... No, no divino, divino. Fue de paro cardiocoñistico, se los juro. Tienen que probarlo, en serio.

Claudia solía comparar a los hombres con sabores de helado y tenía como meta degustar una gran variedad y era tan relajada, que nos instaba siempre a probar los que le habían parecido fabulosos. A veces. me preguntaba, ¿qué sucedería cuando se enamorara de un sabor en específico?

—Yo no puedo —dijo Nat—. Gabo y yo tenemos la regla de que no podemos coger con nuestros amigos y él y Antonio, se conocen desde hace rato.

—Eso y que te lleva unos cuantos años de diferencia y bastante cantaleta me das a mí por Diego.

—Sí, pero es distinto, esto sería solo sexo, tú estás en una relación con él.

—Es lo mismo —dije y le puse mala cara.

—Bueno, Máxima no necesita el polvo, pero Nat, te lo juro, te lo juro que el tipo es fabuloso —continuó Claudia—. Me llevó a su casa, los cuadros... El estudio... ¡Su cama! Y luego hoy, yo de lo más digna, en plan, me voy ya y me dijo: no, quédate a desayunar y me hizo café y otras cosas deliciosas. O sea... Demasiado amable y buen polvo, se los juro, fue increíble.

—Ay, me voy a vestir y nos vamos todas a tomarnos algo para que nos cuentes bien, porque por teléfono no es tan emocionante —dijo Nat.

—Ok, ok, me voy a arreglar —respondió Clau.

—No, yo no puedo, ya tengo planes. Ven que te quiero mostrar algo —le dije a Nat.

—Ya va ella a meterle mano a su profesor sabrosón —soltó Clau y eso me hizo reír.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora