«Salir con un hombre como él está mal. Máxima lo sabe, su lógica se lo dice, su mejor amiga se lo recuerda. Aun así, decide hacerlo».
El semestre comienza y Máxima se entera de que hubo un error en el sistema de las inscripciones de la universidad y...
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Tras el éxtasis, nos abrazamos un rato. Diego me buscó la boca y no encontré fuerza para abrir los párpados. Percibí sus labios contra los míos, estaban estirados, podía sentir su sonrisa, me besaba, sonreía y volvía a besarme. Le mordí el labio inferior para succionarlo y tensarlo entre mis dientes hasta hacerlo sisear. Ni aquel escozor doloroso evitó que sonriera de nuevo.
Me gustaba sentirlo así, pletórico. Me pregunté si pensaba, al igual que yo, que el arrobo no era solo por los orgasmos, sino por la compañía, por el toque de unas determinadas manos, las mías. Por el roce de mis dedos en su cabello, por mis caricias tintineantes y levísimas sobre su pecho. Por la forma en que nuestros cuerpos desnudos se alineaban, para obtener el mayor contacto, pues nuestras pieles se entendían muy bien.
Le dejé rodearme aún más con sus brazos y apoyé la cabeza en su hombro, para respirar en él ese aroma inequívoco que era producto de la unión de su sudor con el mío.
Me pareció que mi pecho era demasiado pequeño para guardar tantos sentimientos que se mezclaban para conformar una sensación tan perfecta. Sobre todo, porque su mano se deslizaba tibia por mi cabello en lentas pasadas que me estremecían. Estás continuaron por la curva de mi cuello, por mi hombro y mi brazo, hasta alcanzar mis dedos, para entrelazarlos con los suyos. Si bien la trayectoria de aquella caricia no tenía nada de especial, estando bajos los efectos de la satisfacción sexual, tuve la certeza de que cualquier roce que me proporcionara era sustancioso. Por eso, cuando sus labios ascendieron por mi cuello, hasta mis labios, gemí entre besos, porque era como si mi cuerpo no pudiese contener tanto placer, aun en mi estado de aletargamiento.
Adoraba besarlo. Lo adoraba a él.
Le dije que me parecía demasiado lindo con las mejillas sonrojadas, el cabello despeinado, los labios hinchados y el semblante de complacencia moldeándole la sonrisa. Bufó incrédulo, por lo que insistí en explicarle la visión preciosa que contemplaba e incluso, le pedí disculpas por no haber sabido apreciar en un pasado lo bello que era, pues el odio que sentía por él me nublaba el juicio.
—La bella eres tú, yo soy equis, tengo perfectamente claro mi papel en esta relación.
—¿Cuál? ¿El del tipo que hace que me moje como nunca había podido otro?
Se rio y se pasó la mano por el cabello. Me daba cuenta de que le costaba aceptar cumplidos y al preguntarle el motivo se encogió de hombros.
—Diego Leonardo, no te imaginas lo mucho que me gustas.
Sonrió, sonrojándose, cuestión que me pareció adorable. Lo prefería así, si fuese un cretino creído me daría mucha fatiga estar con él. Rodaría los ojos constantemente ante su egolatría.