Diecinueve, primera parte.

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Diego abrió la puerta de su apartamento y me hizo pasar. Al entrar, sentí una vibra melancólica, el lugar se veía triste. No era acogedor, solo era un espacio en blanco, no me dijo mucho.

Me pregunté qué habría pensado cuando vio por primera vez mi apartamento, que en cambio era precedido por un mullido sofá púrpura que Natalia había conseguido de segunda mano de unas vecinas ancianas, prácticamente nuevo, pues nunca lo usaban y había estado protegido con un forro plástico. Con su muro de la vergüenza lleno de fotos instantáneas tontas entre Nat, Clau, Fer y yo. La mesa de café con mis libros apilados, la mesa del comedor con los proyectos de Natalia. Éramos ordenadamente caóticas, aunque a ambas nos gustaba así, pues era nuestro hogar, uno en el que siempre flotaba un aroma a canela debido a las velas que Nat encendía.

La casa de Diego no olía a nada, las paredes estaban pintadas de blanco, sin vida. Los espacios se sentían demasiado vacíos. A diferencia de mi diminuto hogar, se notaba a simple vista que las estancias eran tan grandes que serían confortables para criar una familia de cuatro. Caminé por el pasillo de piso de madera brillante, se notaba que no recibía demasiado tráfico.

—No se me da mucho la decoración —dijo a la vez que se metía las manos en los bolsillos.

La sala estaba precedida por un largo sofá modular marrón que lucía muy cómodo y suavecito, acompañado a un costado de una mesa pequeña de madera reciclada, de paletas de embalaje que tenía un par de libros. En la pared de enfrente había una televisión de pantalla plana gigantesca y nada más. Desde ahí, se veía el área de comedor en la que había una mesa rectangular, para seis personas, que estaba llena de carpetas y papeles.

—Necesitas una alfombra —dije y caminé hacia esa habitación.

Alcé un papel de la mesa y segundos después, Diego me lo arrancó de la mano, para que no lo leyera. Era un modelo de prueba.

—Quieta —siseó.

—¿Ese es el examen? Déjame verlo —exigí coqueta.

—No, cero beneficios extras, señorita Mercier.

Hice un puchero y me lancé a su cuello que llené de besos, para distraerlo. Luego intenté quitarle de nuevo la hoja, pero Diego alzó el brazo para impedírmelo. Por más que brinqué para alcanzarlo, no lo conseguí.

—Bap, aburrido.

Me alejé y caminé frente a los largos ventanales de vidrios polarizados.

—Te ves bellísima. —Lo escuché decir a mis espaldas. Lo miré sobre mi hombro con coquetería y noté su expresión bobalicona—. Muy bella.

Le sonreí en respuesta.

—Tienes un gran balcón.

Diego se adelantó y abrió la puerta para dejarme salir. La vista desde ahí era increíble. Mientras que yo, desde mi apartamento, veía casitas y edificios cercanos, él tenía a su disposición el lago que rodeaba parte de la ciudad.

En ese momento la gran masa de agua lucía oscura e incluso tenebrosa. El cielo se encontraba nublado, sin luna, lo que le daba cierta atmósfera lúgubre a los alrededores del edificio que estaban repletos de árboles altos y frondosos.

La brisa fría me causó un escalofrío que me hizo temblar y él no tardó en rodearme con sus brazos para darme alivio. Su barbilla se apoyó en mi hombro, el cual besó segundos después, haciéndome suspirar.

—Esto es injusto.

—¿Qué? —susurró a mi oído y el calor de su aliento se me extendió por el cuerpo.

—Necesitas tan poquito para alterarme, nada más un abrazo... Un beso en el hombro.

—¿Sí? Júramelo —respondió incrédulo.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora