Veintiséis, parte dos

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—Ya pueden pasar —dijo la secretaria cabizbaja, como si le diera vergüenza mirarnos, había perdido la expresión prejuiciosa de minutos atrás.

—Ingeniero Roca —saludó el decano a Diego y le estrechó la mano, para después hacer lo propio conmigo—. ¿Qué tal sus clases señorita Mercier?

—Muy bien, ingeniero, ya terminé mis exámenes, gracias por preguntar.

—Qué bueno —dijo en tono comedido, hipócrita—. Nos están esperando en la sala de conferencias los abogados de la universidad, el rector y la profesora Karina. Síganme por aquí.

Miré a Diego, al darme cuenta de que no quería ver a esa mujer. Estaba segura de que lo que me había hecho, había sido de forma venenosa, pero tras aquella conversación de último minuto comprendí, que además, había sido con absoluta premeditación. Ella sabía que él quería renunciar y que al denunciarme, no ponía en peligro su trabajo.

—Relájate —susurró Diego a mi oído.

Relajarme, claro. Apreté los puños, llena de rabia. Inhalé e intenté mantenerme lo más alerta posible. A fin de cuentas, la becada era yo, así que tenía que darle a entender al rector que era una estudiante que estaba arrepentida de incurrir en una falta y que no volvería a ocurrir. Lo demás, no importaba, mi prioridad era mi beca, después golpearía algo, mientras imaginaba que era la idiota de la profesora.

Salimos de la oficina y subimos las escaleras hasta el tercer piso. Luego nos encaminamos a la sala de conferencias que se encontraba ubicada a un lado de la oficina del rector.

La habitación estaba cercada por paredes de cristal opacas. Había una inmensa mesa de madera maciza la cual era precedida por el rector, junto a él se encontraba la profesora, el abogado que había conocido la vez anterior en compañía de una mujer de mediana edad y un chico.

La sala olía a café recién hecho y a galletitas, sin embargo, nadie comía, solo había tensión en el lugar.

Tras las breves presentaciones, entre esas la de la mujer y el chico que formaban parte del equipo legal de la universidad, tomamos asiento.

La abogada dirigió todo y se deshizo en expresar que la universidad estaba profundamente alarmada por lo ocurrido y subrayó su repudio por el altercado violento de la profesora. Explicó que esta se sentía muy arrepentida y tal como le había exigido la universidad, para poder seguir ocupando su cargo, debería enfrentarse a una suspensión de quince días en los que se dedicaría a hacer un taller sobre el manejo de la ira y que después, asistiría a terapia psicológica obligatoria por seis meses.

—Máxima, de verdad, quiero expresarte mis disculpas por lo ocurrido en el baño —dijo la profesora con un tono hipócrita, apenas dirigiéndome la mirada.

La atención de todos los presentes se dirigió hacia mí, ¿se suponía que debía contestarle? ¿Aceptar sus disculpas o algo por el estilo?

—Karina —dijo Diego—. Máxima interfirió por ti, para que la universidad no prescindiera de tus servicios como docente. Habría sido mucho más fácil para ella no tener que verte más y aún así, está dispuesta a limar asperezas cuando fuiste tú quien le hizo daño. Sin embargo, no veo la misma disposición de tu parte, no con el tono en el que le acabas de hablar.

La profesora le dirigió una mirada atónita, como si no se creyera lo que escuchaba, cuestión en la que yo le secundaba, pues de ninguna manera esperaba aquello. ¿Acaso lo hacía porque sabía que estaba molesta con él?

—Ya le estoy pidiendo disculpas, ¿qué más quieres? —dijo sarcástica, mientras que en su rostro persistía un semblante de incredulidad por lo que él le había dicho.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora