«Salir con un hombre como él está mal. Máxima lo sabe, su lógica se lo dice, su mejor amiga se lo recuerda. Aun así, decide hacerlo».
El semestre comienza y Máxima se entera de que hubo un error en el sistema de las inscripciones de la universidad y...
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¿Cuántas lágrimas eran necesarias para empapar las sábanas? Me negaba a poner en práctica mis conocimientos matemáticos para despejar esa incógnita. La respuesta no importaba. Tras haber producido una miríada de ellas que habían resbalado por las distintas superficies de mi apartamento, resultaba el peor de los pasatiempos intentar calcularlas.
Asumí que Diego me llamaría al día siguiente o, al siguiente, pues había dicho que me buscaría, pero no, no lo había hecho y eso aumentó mi decepción.
El dolor se acumuló por días, asediando mi raciocinio, atormentándome y manteniéndome es un estado catatónico del que no era capaz de emerger. Tener que fingir compostura para mentirle a mis padres al teléfono me resultaba insoportable.
Yací en la cama, afligida, sin poder moverme, mientras mi mejor amiga, preocupada, me rogaba porque le contara lo sucedido.
Sentía mucha vergüenza por el comportamiento de Diego. Tenía que admitirle a Natalia que siempre había tenido razón, que había sido una boba que se había tragado todos sus engaños.
Un dolor de cabeza incesante arreció dejándome extenuada y fatigada, por lo que me arrebujé más entre las sábanas tibias, hasta que llegó el punto de quiebre.
Tuve que bajar la cabeza y confesar mis pesares. Natalia una vez más me demostró que era un ser humano increíble. Ni un solo te lo dije salió de sus labios, en cambio, me abrazó y lloró conmigo. Lloró como si todo lo que me había sucedido también le hubiese ocurrido a ella.
Me ayudó a incorporarme en la cama, estaba mareada. Tenía un ardor estomacal severo y muchas náuseas. Mi última comida en condiciones había sido mi cena del jueves por la noche, antes de enfrentar a Diego y ya en ese momento, debido a la duda que colonizaba mi cuerpo, no había podido comer demasiado.
La luz del ocaso se coló entre las cortinas de mi habitación para anunciar que se aproximaba otra noche de pesar. Natalia me instó a beber algo de agua, a ingerir un poco de fruta y a tomar un baño, pues estaba completamente descompuesta.
Mi mejor amiga se dedicó a prepararme una sopa, mientras que yo intentaba reponerme. Encendí la luz del cuarto de baño y tuve que cerrar los párpados de inmediato. Había vivido los últimos días sumergida en la penumbra reinante de mi habitación por lo que mis ojos se volvieron hipersensibles a la claridad. Arrastré los dedos por la cerámica fría en busca de apoyo, mientras pestañeaba repetidas veces para acostumbrarme.
Cuando logré enfocar me asusté de mi propio reflejo en el espejo. ¿Eso hacía el desamor?
El desconsuelo había disminuido la vitalidad de mi piel hasta dejarla opaca. Había trastornado el azul de mis ojos y lo había convertido en un pozo oscuro circundado por una mancha negra en mis ojeras. Tenía los labios cuarteados a causa de la deshidratación, las lágrimas mojaban, pero no humectaban. Mi semblante había mutado radicalmente, mis mejillas ya no exhibían un bonito rubor, ni mi sonrisa se ensanchaba debido a los pensamientos licenciosos que me atravesaban la mente al recordarlo. Me veía destruida, no había manera de ocultar la intensidad del estremecimiento doloroso que me inundaba.