Capítulo 6

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En verdad Rachel no tenía ningún plan para disuadir al marqués. Había hablado de más en casa de su hermana cuando en sus manos no tenía nada con que empezar.

¿O sí lo tenía claro pero no estaba segura de ello?

De todas formas, había invitado a dicha persona a pasarse por sus establos. No era un plan prometedor. ¿A quién joven se le ocurría la genial idea de invitarlo a dar un paseo por los establos?

Realmente no tenía malas caballerizas, y algunos de los mozos habían criado bien los caballos de los Shelford. Alguno podría llamar su atención mientras pudiera disudiarlo de su despropósito. Seguramente, no querría una esposa que pasara más tiempo con los equinos que con su futuro y atractivo marido. Despejó de su cabeza esos últimos calificativos.

Uno, no iba a ser su marido.

Dos, no había pensado que fuera atractivo por más que le pesara que era cierto.

Se observó su indumentaria pensando que sería otro aliciente para que se desencantara de ella. No creía que estuviera a favor de que llevara vestimenta de hombre para recibirlo. Estaba esperanzada de que aquel encuentro le hiciera ver la locura que inútilmente intentaba cometer.

Eran la noche y el día; el gato y el perro; el agua y el aceite.

Además, lo más importante era que no quería casarse.

Apiló un montón de heno para dar de comer a los animales. Aun no le había anunciado que había llegado Werrington. No llevaba bien el ser impaciente y más el esperarlo.

A él.

Se encogió de hombros y continuó con las tareas que haría cualquier peón. Su padre no estaría orgulloso, pero ya había desistido en cambiar su manera de ser. Sobre todo, cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja.

- No entiendo su afán, ¿qué puedo hacer para que desista? - murmuró entre dientes.

Oyó los resoplidos de los caballos y sus relinchos. Mas no lo escuchó llegar. Así que fue un poema su cara cuando al levantar el rastrillo y girarse se encontró de cara al marqués y este se hubiera congelado al segundo al sentir que podía perder sus partes más nobles.

- ¿Con esto se refería disuadirme?

No era como esas damas que se sonrojaban con la falicidad de recibir un cumplido. Salvo que esto no era cumplido.

- No lo he escuchado llegar- resopló y apartó el rastrillo de su persona.

Todo movimiento fue seguido con su mirada que no se apartó de ella.

- Mea culpa - dijo con una sonrisa de disculpa -. Es un defecto que tengo y enervo mucho a la gente, sobre todo a mi familia.

- Ya... La próxima vez no sea tan silencioso.

Había dicho, ¿próxima vez?

- No piense que habrá otra ocasión, solo digo...

- Te he comprendido. Y bien, ¿me vas a enseñar sus caballos? Porque eso decía la nota que me enviaste.

Asintió y se palmeó las manos en la tela de los pantalones. Parecía que no estaba disgustado con sus ropas, ni había soltado una broma de ello.

- Sí, ¿para qué otra cosa le podría haber llamado? - tuvo que regañarse mentalmente por caer en su provocación -. Venga que tenemos unos ejemplares que le puedan interesar.

Y de paso, enumerarle las desventajas que podrían resultar una vez que se casaran.

Para su sorpresa, Werrington la estuvo escuchando y estuvo atento. No se mostró seductor, ni coqueto. Más bien, le prestó atención.

¿Pudiera ser que se había equivocado?

Obvió esa pregunta y continuó con la exhibición no sin antes de sacarle el tema por el que le había traído.

- Tenía razón. Este paseo no es para enseñarle mis caballos. Era para hacerle ver que me gusta cuidarlos, entrenarlos y mantener limpio cada cubículo. Trabajar como un peón. A mi padre le disgusta que me comporte más como un hombre que el pensar en el próximo evento social o qué vestido he de llevar para lucirlo.

Adam no mostró ninguna emoción mientras acariciaba el hocico de una yegua que se acercó a saludarlos.

- ¿He de estar espantado porque te gusta pasar más tiempo aquí?

Se encogió de hombros.

- Puede. No creo que tampoco le guste oír que puedo escupir como un marinero.

- ¿En serio? - soltó una carcajada.

- Se lo puedo demostrar ahora mismo - le desafió sabiendo que aquello no era visión agradable de ver, pero la detuvo antes que hiciera esa demostración magistral -. ¿Ahora me cree?

- La creo. ¿Podemos seguir con el paseo o me va a decir todo lo que no me puede gustar de ti?

- Sé beber a morro, cabalgar a pelo y...

- Ten piedad de mí - sonó angustiado.

Creyó que estaba funcionando y siguió con su diatriba.

- Sé jugar a las cartas, a los dados. Sé usar un arma y no me gustan llevar vestidos. Y eso milord, una marquesa no puede ir con un par de calzones.

¿Eso fue su imaginación o un gruñido?

- No me gusta cabalgar a la amazona y...

Se calló cuando sintió sus manos en sus brazos.

- ¿Puedes parar?

- ¿Por qué? Estoy teniendo razón y no le gusta lo que está oyendo - intentó sonar inflexible y no un pelín decepcionada -. Porque es verdad que no puedo ser su marquesa, ni mucho menos ser su esposa.

- No te imaginas lo que estás diciendo.

- ¿Usted, sí?

Lo observó cabecear y creyó que no diría nada, o que no haría nada. Se había quedado callado, sin argumentos para rebatirla.

Era un triunfo.
Había ganado al fin.

Pero era muy prematuro pensar que había ganado.

Todo cambió cuando su mundo giró, literalmente; porque la apoyó en la puerta del cubículo y se inclinó.

- Si no quieres saber lo que verdaderamente pienso, es mejor que no preguntes.

- ¿Por qué? Porque me iba a sorprender. Admítelo, he ganado y no quiere casarse conmigo.

Una sonrisa amplió sus labios descorcentándola mientras una mano subió hasta posarla en su cuello. Sintió un vuelco en su corazón.

- Otra vez te equivocas - chasqueó la lengua.

Los ojos de la chica lo fulminaron.

- No, no me equivoco - y se señaló a ambos -. Esto es un error.

- Porque bebe a morro...

-¿Con eso se ha quedado? - intentó empujarlo pero fue inútil.

- No.

- Pues parece que no me ha escuchado y...

Se quedó callada. No porque quiso, sino porque alguien la silenció.





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