Capítulo 7

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Llegó el momento en que no podía distinguir si las gotas en mis manos eran resto de agua o de lágrimas. Aún veía la oscuridad del carboncillo entre los pliegues de los dedos. El agua se había vuelto dolorosamente fría.

No quería volver a limpiarme las manos. El ardor se extendió desde mis dedos hasta el codo.

Y esta vez sí pude diferenciar entre mis lágrimas y el agua. Las lágrimas se sentían mucho más cálidas pero más lacerantes.

Raspe con mis uñas y el carboncillo fue desapareciendo. Pero el terrible pensamiento de que algo malo estaba sucediendo hundía mis oídos en un zumbido que llegaba a desorientarme.

Pero en cuanto mis pies pisaron el pasillo los ojos se enfocaron en el suelo, seguía sucio, manchado de negro y virutas de lápices. No me atrevía a ver el telescopio, lo había dejado apuntando al apartamento 308 pero no quería ver el desastre desde la ventana.

Trate de cubrir mis oídos, el zumbido hacía que el suelo se inclinará hacia la izquierda estaba lejos de las paredes. Fui hacia abajo. Mis manos tocaron el suelo antes que el resto de mi cuerpo.

Mi madre solía sujetarme y jamás soltarme hasta que mi espalda estuviese por completo apoyada en el suelo.

Aún recordaba la primera vez que sucedió. Aquella vez fue mucho más dolorosa que está, mi madre había sido un soporte mientras mi padre me miraba con duda desde lejos.

Su duda aún seguía persiguiéndome. Una vida llena de dudas y un escudo de sal era todo lo que habían dejado mis padres.

La imagen de Ricardo entrando al apartamento 308 hizo que el golpe contra el suelo fuese menos doloroso. El horror de la escena se mezcló con el horror del desastre que seguía debajo de la mesa del comedor.

Tome aire, respirar era una de las pocas cosas que podía hacer para que el suelo se mantuviera fijo en un lugar.

Pero jamás había tenido que componerme contrarreloj. Debía de hacer algo para que Ricardo volviese a salvo.

La pulcritud arreglaba el mundo. Mi padre nos había protegido con organización, incluso después de muerto las paredes que él alteró seguían protegiéndome.

«Aquí es donde debe de estar Ricardo. No afuera, en el apartamento de una desconocida.»

Sabía que Ricardo veía una cara bonita, cintura delgada y peligro controlado, incluso eso fue eso lo que me llevó a seguir viéndola las primera veces, pero yo notaba que se esforzaba en no salir de su apartamento mientras la anciana del 315 paseaba a su perro. Que se colocaba los audífonos más grandes que tenía las pocas veces que no salía de noche. Como si tratara de arrancarse del mundo y estaba casi segura que no se los quitaba ni para dormir.

Estaba recogiendo astilla por astilla.

Pero no alcance a terminar cuando escuche las dos puertas principales abrirse y cerrarse. Por un momento, me asuste de que no fuese él, pero Ricardo tenía una forma muy particular de caminar dentro del apartamento, era como si la energía se le fuese de golpe y no tuviese fuerzas para levantar todo el pie del suelo.

—¡Buenas noticias! —vociferó Ricardo desde la sala— Conseguí su número y su usuario de juego.

No me detuve, aún no podía confiarme de que estuviésemos a salvo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó él.

Estaba más cerca, sabía que con cada paso que daba mi imagen se iba aclarando y que solo era cuestión de tiempo para que comenzara a preocuparse.

No podía culparlo, mi madre también se asustaba.

—¿Qué te pasó en las manos? —preguntó Ricardo.

Él se agacho a mi altura, estiró las manos para sujetarme pero jamás llegaron hasta mí, supongo que me veía bastante frágil como para que pensará mejor si era buena idea tocarme.

—Es tu culpa —respondí. No estaba en condiciones de mentir, tampoco confiaba en mí para tener una conversación poco hiriente—. Te pones en riesgo y no mides consecuencias.

Ricardo echó su cuerpo hacia atrás. Él era la única persona con quien hablaba, era mi mejor amigo, pero todavía había cosas que solo eran para mí.

Pero no podía reservar ese momento solo para mí, los rastros de lágrimas estaban allí como caminos pálidos que hundían el semblante de Ricardo, la piel irritada estaba ahí.

—Perdóname —murmuró Ricardo, no me atreví a verlo, no me importaba saber si se sentía genuinamente arrepentido o si solo eran palabras empujadas por el compromiso de decir algo.

—Déjame ayudarte —pidió Ricardo.

—¡No! —vociferé antes de que él pudiera mover algún músculo.

Escuche un resoplido, como de esos que le lanzas a un perro por no hacerte caso.

«Para perro, ese idiota»

—Te traigo los guantes de limpieza —dijo antes de levantarse.

Volvió más rápido de lo que había pensado y me sorprendió que sí supiese dónde estaban los guantes de limpieza.

Los acerco y los colocó sobre mis piernas antes de alejarse un par de pasos.

Más que asustado Ricardo se veía cauteloso. O como si estuviera aguantando las ganas de conseguir un chisme.

—¿Qué te hiciste? —preguntó él— ¿Te las lavaste con un jabón de alambre?

—Te dije que no fueras —dije.

—No esperaba que te pusieras así —dijo Ricardo.

Él no lograba nombrar lo que "así" significaba. Yo tampoco tenía muchas ganas de aclarar términos que tampoco estaban claros para mi.

—¿Cómo quieres que me ponga? — pregunte.

Creo que ese fue el momento en que Ricardo lo notó, porque fue el primer momento en que su rostro no estaba definido por ninguna emoción. Noto que era más que solo una pequeña molestia por dejar los platos sucios. Era miedo real, a un grado que él jamás había conocido o visto.

Porque a diferencia de él, yo sí sabía lo que guardaban las noches más oscuras, sabía lo que la mujer del 308 veía diariamente y estaba segura que alguien que se mantenía así de tranquila después de enfrentarse a la oscuridad era un escalón nuevo de peligro que prefería mirar desde lejos.

—Lo siento mucho. Eres muy importante para mí. No volveré hacer algo que te ponga así —prometió Ricardo.

No estaba segura si era mentira o no, pero yo no vivía en el mañana; en el ahora Ricardo me estaba haciendo daño.

—Déjame sola —pedí, tenía muchas virutas de lápices para recoger.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora