Capítulo 18

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Lo primero que vi al día siguiente, fue al perro recostado al lado del círculo de sal de panza arriba. Creí que ya el peligro había pasado, aún así tomé la decisión de dejar el círculo unos días más, pero lo siguiente que vi esa mañana fue a Ricardo inclinado en el fregadero con la espuma del jabón subiéndole hasta el codo.

—¿Qué estás haciendo? —pregunte.

Ricardo me miró con dudas y luego levantó las manos para que pudiese ver el anillo de oro brillando en el dedo índice de su mano derecha.

La esmeralda le daba un brillo verde a la espuma que la cubría y me hizo sentir repentinamente mareada.

—Pues sí se te da bien hacerte el estúpido —dije, me senté y coloque la taza de té sobre la encimera, el humo subía con calma y pretendía mantenerme en ese estado mientras miraba a Ricardo tratar de sacarse el anillo.

—El anillo es bonito, ahora no me lo puedo quitar —dijo él.

—Por supuesto —dije. Sabía que nada de lo que yo hiciera sacaría ese anillo y no me moleste en explicárselo a Ricardo.

Prefería seguir mirando el humo, el té casi me hacía pensar que todo estaba bien. O por lo menos lo estaba logrando hasta que la puerta sonó y la voz de Diana llamó.

Ricardo caminó hacía mi dirección con un rostro de pánico que me hizo sentir más pena por él. Sacudió la cabeza en un intento de decirme que no abriera, pero estaba cansada de volver a repetir lo mismo y no alargue el momento de tener que abrirle la puerta.

—Vengo puntual por Caperucita ¿Nada del anillo? —dijo Diana en cuanto entró.

Ricardo se había mantenido en la cocina, cerca de los cuchillos. Los ojos azules de Diana dieron una pasada rápida a la sala y la cocina, no le costó sumar dos más dos y el anillo brillaba como un letrero de neón sobre Ricardo.

—¡Oh! Si que tienes mala suerte —dijo ella.

—¿Yo? —pregunté asombrada, ella era la que necesitaba el anillo no yo, y por su culpa el apartamento ha sido visitado dos veces. Ella era la de la mala suerte, yo no.

—A Kila no le agradas, no te quieres en su apartamento —dijo Ricardo como el chismoso y cobarde que era, prefería decirle que yo no la quería aquí, en lugar de decir que estaba aterrado por ella.

—Eso lo sé —dijo Diana dejando caer su mochila en el suelo y sentándose en el sofá.

El perro fue hacía ella, olisqueo su mano y luego decidió que ir a la cocina era mucho mejor. No cerré la puerta de inmediato, al igual que Ricardo estaba esperando que ella se fuera. Pero en lugar de eso se quitó los zapatos y la chaqueta.

Ricardo lanzó un chillido, como si estuviera terriblemente indignado de que Diana se sentará tan cómoda. Quise reclamarle que era culpa suya, por haberle invitado a comer y cocinado para ella, pero el terrible problema que le rodeaba el dedo me hizo compadecerme de sus metidas de patas.

—¿Por qué tan cómoda? —pregunté

—No me puedo ir—respondió Diana. Su rostro se iluminó con una sonrisa afable. Estaba segura de que usaba esa sonrisa para conseguir todos sus favores.

A mi me hizo querer reventarle los dientes con los zapatos sucios que había dejado en mi sala.

En lugar de recurrir a la violencia pregunte: —¿Ahora qué quieres?

—Déjame quedarme —pidió Diana.

—No —respondimos Ricardo y yo.

—Solo será hasta que todo se solucione —dijo Diana, señaló a Ricardo —. Necesitas ayuda para quitarte ese anillo, y tú para mudarte, ya saben quien eres y van a seguir tocando tu puerta.

—¿Y tú? ¿Qué necesitas? —pregunté. Ahora no parecía muy urgida por el anillo.

—Y yo necesito hablar con alguien —las palabras de Diana quedaron en el aire. Su silencio para mí fue bastante claro y para Ricardo solo hizo que frunciera más el ceño.

—Tengo problemas porque tú los trajiste aquí, todo esto es tu culpa —dije. Me negaba rotundamente a que pareciera la salvadora aquí.

—Ya sabían que en esta área había alguien de interés desde la muerte de tus padres, pero ya no puedo seguir ocultándote —dijo ella.

Su confesión parecía como una mentira. Toda esta conversación parecía ocultar algo y no solo de Ricardo sino también de mi.

Me crucé de brazos y mantuve la puerta abierta, aun así Diana se hundía en el sofá como si hubiese accedido a su petición.

—Me encantaría entender esta conversación —dijo Ricardo.

Se había sacado todo el jabón y el anillo le daba una aire de un papá cuarentón que no entendía los videojuegos que jugaba su hijo.

—¿Con quién quieres hablar? —pregunté a Diana.

No era la primera persona que hacía esa clase de peticiones, las escuché mucho cuando mi papá vivía, él a veces se negaba y otras veces cedía.

Pero primero muerta antes de hacerle ese favor a Diana, el dedo de Ricardo no vale tanto, tiene otros 4 de repuesto.

—Mi madre —respondió Diana

—¿Cuándo se fue tu madre? —pregunté

—Hace un año.

La respuesta de Diana me hizo cerrar la puerta, ahora ni aunque quisiera podría ayudarla.

—Tu madre ya no está en un plano donde pueda ser alcanzada —aseguré.

—Sí, lo está —dijo ella.

Entendía que no quisiera aceptarlo, incluso yo, criada con una cultura que bordeaba la muerte, me costó mucho afrontar el duelo de la pérdida de toda mi familia.

—¿Están hablando de fantasmas? —preguntó Ricardo. Seguía inclinado ligeramente hacia los cuchillos pero ya no parecía convencido de tener que usarlo.

—Ayúdame y yo te ayudaré —aseguró Diana. El problema era que ella no tenía nada con lo que pudiera ayudarme

—No voy a salir de este apartamento —impuse.

—¿Acaso quieres terminar como tus padres? —aventuro Diana.

De todo lo que pudo haber dicho lanzó el comentario más hiriente y lo supo, porque por primera vez desde que cruzó la puerta su confianza tambaleo.

—¿Necesito pagarle a alguien para que me de contexto? —preguntó Ricardo.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora