Capítulo 22

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El exterior no era extraño, la extraña era yo. Todo se movía con calma y prisa al mismo tiempo, todavía tengo vagos recuerdos de haber salido fuera del edificio acompañando a mi padre, pero él siempre había sido la figura inquebrantable que me protegía del peligro.

Ahora lo más cercano a un verdadero escudo eran los auriculares de oreja, con un nivel de cancelación de ruido dudoso, que Diana había sacado de las profundidades del maletero de su auto.

Ella estacionó al lado de un letrero de madera enmohecido que decía "enchapados en oro 2x1".

Tome todas mis fuerzas y respire, apenas el aire llegaba a la garganta bajaba con esfuerzo y me apretaba el pecho, chocaba contra el corazón y lo hacía golpear dolorosamente las costillas en su intento de mantenerse latiendo.

—Llegamos —dijo Diana apagando el motor.

Era consciente de todo el esfuerzo que estaba haciendo mi cuerpo por mantenerse vivo, respiraba, los latidos llegaban a mis oídos, el estómago se apretaba manteniendo el vómito dentro pero exigiendo algo de comida, el calor dejaba mis extremidades y salía con cada exhalación que daba.

—¿Kila? —Ricardo levantó tanto la voz que estaba cerca de gritar. Él sí le tenía confianza a la cancelación de ruido de los audífonos.

—Estoy bien —dije y para nada los había convencido.

Miraba mi mano blanca sujetar con fuerza la vara, pero no lograba sentir el dolor de forzar mi mano por tanto tiempo.

—¿Quieres quedarte...? —No quise escuchar lo que diría Diana.

No quería que me siguiera diciendo que todo estaría bien.

Todo había dejado de estar bien desde que rompió la protección que mi padre había hecho en el apartamento. Aún no estaba segura si todo había estado perdido desde la primera vez que mire a Diana por la ventana, desde que deje que Ricardo se quedará conmigo o desde que Diana cruzó la puerta.

En cuanto abrí la puerta el perro pasó sobre mi, su peso me aplastó y los pelos de la cola se metieron en mi nariz. Con la suerte que me estaba siguiendo probablemente terminaría el día orinada por el perro. Él sin duda estaba contento de salir, sacudía el cuerpo con energía y esperó hasta que tome la correa para caminar.

Lo mire atenta, en este momento un perro era el mejor detector de peligro que podría pedir.

—¿Por qué está tan tranquila? —preguntó Ricardo.

Ellos estaban caminando a mi espalda, lo suficientemente lejos como para no sentirme invadida pero también cerca para tampoco sentirme sola.

Al menos, agradecía la comprensión que parecían compartir.

—¿La quieres gritando? —preguntó Diana.

Ricardo dio un pequeño alarido indignado que completó con un: —Ridícula —dicho con tanta pasión que parecía haberlo disfrutado.

Diana no respondió, se quedó afuera cuando abrí la puerta de madera de la joyería y me encontré de frente con un estante, tenía mucho polvo, tanto adentro como afuera y la estatua de un ángel plateado con las alas rotas atrapado entre el cristal.

Olía a incienso, polvo y páginas viejas. Todo el olor se concentraba en el único pasillo estrecho que iba directamente al mostrador detrás una pared de barras de hierro.

Las paredes estaban llenas de medallas y carteles deportivos viejos, en su mayoría completos pero algunos estaban rasgados a la mitad. Todo estaba tan descolorido que incluso la alfombra verde parecía marrón.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora