Capítulo 13

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—Aún me sigue perturbando tu asunto con la sal —dijo Ricardo.

Había decidido hacerme otro retrato pero esta vez no permití que moviera la mesa del comedor. Lucía incómodo dibujando en el suelo, aunque seguía sonriendo como su forma de mantener la bandera blanca entre nosotros.

Aún estaba molesta por la comida, y estuve aún más enojada cuando tuve que invertir mucho tiempo en volver a ajustar el telescopio en el lugar que estaba.

El lente me regresó la imagen del matrimonio otra vez discutiendo, y por primera vez en todo el año él levantaba los brazos más alto y parecía que hablaba más fuerte.

—¿Cómo está la señora Coflot? —preguntó Ricardo.

El desconcierto arrugo mi frente y me hizo apartarme del telescopio. Desde arriba podía verme aparecer sobre el papel, estaba incompleta y demasiado pálida, era como si Ricardo no sintiese seguridad de lo que estaba haciendo.

—¿Quién? —pregunte.

—La del 315. Ayer la ayudé con Caperucita se había escapado —respondió él.

Me miró, tenía rastros de grafito en las mejillas y sus labios se apretaron inconformes con mi expresión.

—¿Qué? —vociferó él— Se le llama ser sociable.

No quise responder, había discutido mucho con Ricardo esos días y estaba cansada de repetir evasivas.

Volví mi atención al telescopio. El matrimonio ya no discutía, se besaban y él le había sacado la camisa. Los senos de su esposa se apretaban contra su pecho, era la primera vez que parecían que realmente querían estar con el otro.

El vistazo de la piel desnuda atrajo el recuerdo de Diana. Estaba segura que el hombre besaría con más espero unos senos como los de Diana.

—¿De qué color te gustaría tener los ojos? —preguntó Ricardo.

—Marrones —respondí. No era algo que debía pensar mucho, mi padre jamás lo había dejado muy claro pero sabía que a él también le hubiese gustado tener los ojos más marrones y comunes que existan.

—Estaba pensando en un azul pálido para que se parezca a la sal que tiras por toda la casa —vociferó Ricardo.

Seguía teniendo el tono condescendiente que no había parado de irritarme. Resople como si pudiese cruzarle la cara de Ricardo con un golpe de aire.

—¿No habíamos quedado que dejarías el asunto por la paz? —aventure.

Baje el telescopio. El apartamento 308 ya no estaba solo, eran rostros de hombres que jamás había visto, pero Diana no era de repetir rostros, pero tampoco era de llevar a tantos en un solo momento.

Ellos tampoco lucían esa emoción de niños en feria por lograr estar en un espacio cerrado con Diana, pero sobre todo, Diana no estaba allí y ellos peinaban el apartamento como si cada espacio le perteneciera.

Había visto antes el nivel de histeria que podía alcanzar Diana cuando sus invitados sobrepasaban los límites y comenzaban a revisar sus cosas, podían tocar su cuerpo, pero no el resto de su apartamento.

—Pues no me siento en paz —replicó Ricardo—. Me importas mucho y quiero que estés bien. Y para mí eso incluye entender tus costumbres raras y seguramente ilegales...

—¡Ricardo! —En ese momento había demasiadas cosas pasando al otro lado del lente como para permitir que Ricardo continuará con sus ridículas por el tema de la sal.

—¿Q...? —comenzó él.

—Hay hombres en el apartamento de Diana —dije.

Ricardo se tomó un momento para responder. Moví el lente a cada cuerpo que se movía con la intención de encontrar a Diana entre ellos.

—Siempre hay hombres en su apartamento —dijo Ricardo, pero no se escuchaba del todo convencido, escuche que se movía.

—Están revisado. Ella no está —dije.

—¿Su hermano la estará investigando? —preguntó Ricardo. Parecía ser una conjetura posible, pero la voz se dobló como si tuviese que fabricar valentía para poder hablar.

Su tono hizo que desviará la atención. Lo mire, los nudillos de sus manos estaban blancos por la fuerza que sujetaba los binoculares, y su respiración era tan pesada que lo hacía parecer más ancho de lo que realmente era.

—¿Qué puedes esperar de alguien que trabaja de noche? — Esa vez fue mi turno de hacer una conjetura que parecía posible.

Ricardo movió los binoculares hacia abajo, buscaba de una lado al otro a las afueras del edificio, sabía que buscaba a Diana pero me desconcertaba la forma en que lo hacía, como si se estuviese preparando para una sorpresa desagradable.

—¡Diana! —chilló Ricardo. Los binoculares rebotaron en el suelo cuando Ricardo los soltó y salió corriendo hacia la puerta.

—¿A dónde...? —la pregunta me quedó atorada en la garganta cuando lo escuché maldecir por todas las cerraduras que debía abrir.

Pero salió tan rápido que olvidó cerrarlas.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora