Capítulo 29

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Esta vez Diana se preocupó por que no nos separemos, se mantenía atrás y nos empujaba o tiraba de nosotros cada vez que amenazábamos con ir hacia cualquier lado.

Igual no estaba segura si estábamos yendo a algún lado. Llegué al punto que todas las calles me parecían iguales, aunque no estuvimos ni cerca de volver a ver el parque sentía que diana nos estaba llevando en círculo.

Ricardo corriendo a mi lado daba la impresión de que podría ir más rápido pero estaba notablemente sufriendo.

Miraba hacia atrás cada vez que cruzábamos una calle.

—Ese tipo, lo sigo viendo —chillo Ricardo —¿Por qué lo puedo ver?

Quise darle una cachetada, no era una conversación para tener mientras estábamos en persecución.

Diana me tomó del brazo y el tirón fuerte a la izquierda me hizo caer. Las rodilleras me protegieron de romperme el pantalón y rasparme la piel.

—Aquí, aquí —dijo Diana.

No tuve tiempo de dar un agradecimiento mental hacia la señora Scarlet cuando Diana volvió a tirar de mí y me empujó detrás de un contenedor de basura.

El hedor me dio arcadas y traté de salir de ahí pero Diana empujó a Ricardo y su cuerpo me enterró más profundo en el espacio que dejaba el contenedor y la pared.

—No, aquí no —pidió Ricardo.

Diana volvió a empujarlo y tomó al perro para llevarlo a la peste con nosotros.

—Silencio —exigió Diana.

Y ni el perro se atrevió a contradecirla.

Trate de no toser, no quería romper la quietud que había impuesto Diana. Al principio me costó, todo mi cuerpo rechazaba el lugar, pero no era como si pudiera parar de respirar. En su lugar trate de respirar por la boca y fue peor, el gusto pútrido se me pegó al paladar.

Esta vez lo que evitó que hiciera ruido por el gusto lacerante y dulzón de la basura fue el sonido de los cascos de un caballo.

Él se acercaba, las paredes metálicas del contenedor de basura me parecieron terriblemente insuficientes ante la fuerza de los cascos de sus zapatos.

No me detuve a pensar mucho en lo incompatible que era el sonido que provocaba al andar con lo que parecía ser.

La sombra alargada que se desdibujo sobre las paredes del callejón me hicieron sentir tan pequeña que me encogí, enterré la cabeza en mis hombros y espere. Yo no podía mirarlo, apenas su sombra era visible desde allí. Y aún así, lograba sentir la gelidez de su mirada con la misma intensidad con la que el sudor frío me bajaba de la nuca.

Los tres teníamos toda la atención puesta sobre la sombra. Estaba inquietantemente quieta como si tuviese la figura grafiteada en la pared.

Un grito perforó el aire, era lejano, tanto que no parecía venir de una dirección exacta, tampoco podía saber si era el grito de alguien vivo o muerto.

Y pasó lo peor, el perro ladró. Su ladrido, que antes me había reconfortado, fue un estallido de adrenalina que hizo que todos nos pusiéramos de pie.

La sombra se movió y con él el contenedor metálico salió volando y se estrelló sobre la pared del edificio a la izquierda. La fuerza con la que golpeó la pared hizo que el metal se hundiera.

Él ya no estaba detrás de nosotros, estaba al frente con las manos puestas en los bolsillos como si hubiese estado esperándonos.

Ricardo fue el primero en moverse levantando el puño a la altura de la cara y avanzó. No me sorprendió verlo segundos después con los pies en el aire y la mano del desconocido levantándolo desde el cuello.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora