Diana gritaba, Ricardo gritaba, el perro ladraba, yo gritaba ¿Yo gritaba?
No. Yo no estaba gritando, tenía el cuerpo hecho un nudo y lo único que podía mover eran los brazos. Trataba de llegar al volante, a la palanca, al freno de mano, a las llaves, a cualquier cosa. Diana trataba de contenerme y Ricardo por fin se estacionó.
Estábamos en una avenida en medio de la nada, sin edificios, sin casas, solo campo llano y cableado eléctrico.
Pensé en salir, sacarlos a todos y esperar que el aire fresco me calmasen. Pero la cabina me daba mucha más seguridad.
—¿Qué te sucede? —preguntó Ricardo. Se sujetaba el pecho como si estuviera tratando de detener un ataque al corazón.
—¿Kila? —preguntó Diana.
Ellos me miraban preocupados. Sabía que estaba actuando raro desde el minuto uno en que salimos de mi apartamento, por eso no entendí del todo la zozobra de ambos, pero con el motor apagado podía escucharlo, podía escuchar el silbido de mi respiración como si tuviera un silbato atorado en la garganta.
—¿Debemos llevarla a un hospital? —preguntó Ricardo.
Intenté tomar todo el aire que podía, sentía que si hablaba corría el riesgo de desmayarme, pero debía hablar mientras podía, mientras aún estaba viva, mientras la noche aún no llegaba.
Me negaba a morir violentamente en medio de la noche, me negaba a sufrir como sufrieron mis padres, no quería convertirme en una mancha en el suelo que alguien tendría que limpiar.
—Lo dudo mucho —respondió Diana.
Estiré mis brazos y esta vez todo mi cuerpo fue hacia adelante, la palanca se me clavó en las costillas mientras sujetaba a Diana del cuello de su chaqueta.
Ella se sorprendió y se echó hacia atrás pero la silla impedía que se alejara de mí. Le quedaba algunos rasguños y los nudillos maltratados por su pelea con su hermano, pero lejos de eso seguía teniendo un aspecto impecablemente entero.
La luz que la acompañaba estaba alrededor de ella como un halo pálido y frío que le daba una aire angelical a sus cejas levantadas y a ojos y boca abiertos.
—¿Cómo sobrevives a la noche? —le pregunté.
Mi voz se escuchaba aireada, apenar pude reconocerla y me preocupe que su confusión no sea porque no me haya escuchado.
—¿Qué? —preguntó Diana.
No tenía paciencia para soportar tener que repetir las cosas dos veces.
—No puedes ver fantasmas, no tienes nada de corantia ¿Cómo sigues viva saliendo todas las noches? —dije.
Esta vez me escuche con más presencia y trate de que la fuerza con la que sujetaba a Diana me avivara todo el cuerpo.
Diana tardó para responder. No sabía si estaba organizando una mentira o genuinamente no sabía qué responder.
—No lo sé, siempre he tenido suerte —dijo Diana—. Supongo.
La piel alrededor del cuello de su chaqueta comenzaba a enrojecer, estaba segura que la mano del puñetazo le dolía. La había visto pelear al menos tres veces y no encontrar resistencia mientras la apretaba contra el asiento me sorprendió.
Diana simplemente me dejaba apretarla y sujetarla.
—Tu mamá, la que sabía de mi familia ¿Cómo se llamaba? —pregunte.
No podía ver a Ricardo, pero juraba que estaba estirando el cuello para mirarnos mejor.
—Joana Valera —respondió Diana, esa vez había respondido rápido.
«Valera»
Al igual que los ojos ese apellido tampoco era el correcto.
—¿De qué color tenía los ojos? —pregunte, los apellidos podían perderse.
Los ojos azules de Diana estaban muy claros con la luz del día cayendo por la ventana «¿Me habré equivocado?» Diana no tenía el tono correcto de azul para ver fantasmas, pero yo misma era la prueba de que la visión podía perderse con las generaciones, tal vez su madre si tenía el tono correcto.
Las cejas de Diana se levantaron con más confusión. Diana no estaba respondiendo rápido.
—¿De qué color? —pregunte sacudiéndola con exigencia.
Ella tenía el cuerpo relajado y su cabeza se movió tanto que pensé que le dolería luego.
—Oscuros —respondió Diana.
—¿Cómo los de tu hermano? —pregunte, Diana asintió.
Ojos oscuros tampoco eran los colores correctos. Los ojos azules de Diana seguían pareciéndome ordinarios. Pero la luz pálida que reposaba sobre ella me recordaba que no era alguien ordinaria.
Patrick había hablado de dos mamás, si una madre de ojos azules la tuvo a ella y la otra madre de ojos oscuros lo tuvo a él, podría todavía tener aún algún sentido.
—¿Tu otra mamá? —pregunte.
—Azules —respondió Diana.
—¿Cómo los tuyos?
—Sí.
—¿Cuál es su nombre? —pregunte.
—Scarlet Gabriel —dijo ella.
Gabriel tampoco era el apellido correcto. Nada era correcto. Pero de algún lado debía de haber respuestas.
Regresar con su hermano no era una opción para mí, además dudaba de que supiera algo, incluso creía que los hermanos no tenían ni idea que tenían entes vigilándolos.
—Llévame con ella —ordene.
No esperé que respondiera cuando volví al asiento de atrás. Estábamos a medio día, la noche se acercaba. Las respuestas debían de llegar pronto. Lo que sea que tenía Diana para sobrevivir a la noche yo también lo quería.
—¿Qué? —preguntó Diana.
—Llévame con ella —repetí.
—No pue...
No esperé que Diana terminara de hablar, sentía su cuello cálido y la piel suave mientras apretaba. Por un momento fugaz pensé en todos sus amantes, alguno de ellos debió tenerla así en algún momento.
—Ki...
Apreté otra vez para hacerle saber mi intención de querer que se callara.
Me importaba una mierda su problema familiar, no quería morir. Renunciar a mi libertad y la muerte de mis padres debía de tener algún sentido, debía ser más importante que terminar muerta en medio de un ataque de pánico en tierra de nadie.
—Si muero aquí afuera será tu culpa, así que llévame con tu mamá ¡Ahora! —dije y la solté.
Sabía que llevaba a su mente palabras que le había dicho su hermano, las palabras que la habían llevado a darle un puñetazo, y no me importó si la había herido.
«Quiero vivir»
—Muévanse—exigí y el auto volvió a ponerse en marcha. En todo el camino nadie habló.
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308
FantasyDentro de mi apartamento estoy protegida de todos los peligros, pero no de ella.