Capítulo 12

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El agua fría me hizo sentir que los camarones sí habían tenido sabor. Mientras comía todo era una masa incolora, apenas era consciente de tragar. Ricardo lo había notado, fue insistente en disculparse y en aclarar todos los inconvenientes que tuvo en la cocina. Estaba segura de que el plato sabía bien, pero yo no podía notarlo.

La luz sobre los hombros de Diana parpadeaba en cada bocado que daba. Cuando me levanté Ricardo pensó que me encerraría en mi habitación. Estaba segura que lo seguía pensando aunque me vio entrar al baño.

«El agua fría calma la confusión»

No paraba de pensar en las palabras de mi padre. Y cuando levanté el rostro lo sentí abrazándome desde atrás con la fuerza suficiente para asegurarse de que su cadáver cayera sobre mí y me cubriera.

Volví a echarme agua del lavamanos. El cuerpo de mi padre había sido pesado, pero cálido, había tomado tiempo en volverse frío, tanto que solo se puso frío en el hospital. Incluso después de muerto siguió protegiéndome de la gelidez del mundo.

Pero no podía protegerme ahora. Salí del baño y mientras caminaba mis ojos volvieron a los cuchillos de la cocina. Sabía que esos no serían del todo útiles, pero no podía ir a mi habitación y salir con una vara de medio metro sin recibir preguntas.

—¿Cuál era tu nombre? —pregunte.

Nadie esperaba que hablará, ni mucho menos que mostrara interés por Diana.

Tenía rastros de gotas atrapadas en el mentón. Ricardo las recogió con una sonrisa que no supe identificar. Por primera vez, en todos los meses que Ricardo llevaba conmigo lucía poco definido. No estaba triste pero tampoco feliz.

Diana le había dicho algo pero en ese momento la luz de los hombros de Diana se ocultó en su espalda y no tenía suficientes ojos para prestar atención a Ricardo y Diana al mismo tiempo.

—Diana —respondió ella.

—¿No tienes apellidos? —insistí.

Diana dudó por un segundo y Ricardo dijo que iba por el postre.

—Valera —respondió Diana.

No sabía qué esperaba. Pero en definitiva no esperaba reconocerlo.

—¿Tú hermano no es el gobernador? —Mi pregunta llegó con el postre, está vez era el mismo para todos. Ricardo no era muy dado a los postres un panecillo de arequipe y fresas le había resultado suficiente.

—Algo así —respondió Diana—. No hablamos demasiado. Todo ha estado delicioso Ricardo.

—¿En qué bar trabajas? —pregunté antes de que Ricardo cambiará la conversación.

Una vez más mi pregunta parecía que cortaba el momento en dos, era el antes y un después del desastre.

—Es un club nocturno. El Club Gato —respondió Diana.

Una vez más. No había esperado que su respuesta me sonará familiar, ni Ricardo lo esperaba.

—Es una línea de clubes que hay en todo el país. Son lindos, también abren de día —agregó Ricardo.

—En teoría solo abren de día —Diana fue muy enfática en el "solo".

Conocía el Club Gato. Mi padre solía decir que la familia debía alejarse de ese Club, escapar de él como se escapa del infierno.

—Si ganas tanto ¿Por qué sigues viviendo en una zona de clase media? —Esta vez mi pregunta se ganó más que un silencio repentino, Ricardo me dió un pisotón que me hizo retorcerme y pretender que se me había caído el tenedor.

—Las zonas de clase alta tienen mejor vigilancia —respondió Diana—, sería difícil salir de noche.

—¿Y tú? —preguntó Diana.

—¿Yo? —No pude evitar que los ojos se me fueran hacia Ricardo con mi pregunta.

En menos de 24 horas había roto todas las reglas que le había dicho para aceptarlo aquí, en ese momento no sabía si llamarlo mejor amigo sería lo más correcto.

—Tienes un apartamento minimalista pero costoso —dijo Diana—. Estoy segura que esta silla vale más que mi televisión.

Ricardo sacudió la cabeza en negación, supuse que trataba de entender el momento en que su comida amistosa se había vuelto un interrogatorio.

—Cualquier cosa vale más que eso, tienen una mancha negra en una esquina —bufó Ricardo.

Me incliné hacia un lado, mi familia siempre había dicho que los zapatos de una persona decían más que su ropa.

Los de ella eran botas altas y negras, tenía secciones de zuela desgastadas y marcas del doblez donde pisaba más fuerte. No eran nuevos, pero la solidez con la que los materiales se sostenían entres sí marcan un costo elevado inicial.

—¿Por qué no le pides a tu hermano que te de un mejor trabajo y una nueva televisión? —pregunte. No era algo que me interesará.

Diana era una contradicción. Tiene dinero pero está rodeada de objetos desgastados y viejos, la noche debía de haberse pegado en ella, pero en su lugar estaba iluminada.

—Desde hace tiempo me hice mayorcita —respondió Diana. Ella miró hacia Ricardo, comenzaba a parecer irritada.

Ya no comía tan rápido y sus labios se apretaban en una línea que empujó una pregunta a mi mente y la mantuvo allí hasta que sus ojos azules volvieron a mí.

—¿Les gustó el postre? No soy bueno con los dulces, hice unas galletas para compensar. Ahora las traigo —dijo Ricardo, se levantó tan rápido que sus rodillas golpearon la mesa.

Diana se había interesado poco o nada en mí, era como si no pudiese ver el color de mis ojos, parecía que incluso estaba acostumbrara a ellos.

—Tu novio se está poniendo incómodo —susurro Diana.

—No es mi novio —respondí en voz alta, estaba segura que Ricardo escuchaba pero estaba huyendo de la discusión.

—¿Y él lo sabe? —preguntó Diana. Apoyé mi espalda en la silla, ahora la irritada era yo.

Ella se levantó. Diana había dado por terminada la comida.

—Ricardo, ya es hora de irme, tengo que descansar antes de salir —vociferó Diana.

—¡Oh! —dijo Ricardo. Había bajado el tono de su voz y las comisuras de sus labios en una expresión forzada de arrepentimiento— Bien.

Diana le dio una sonrisa pequeña que tampoco me parecía del todo genuina.

—Cocinas bien, gracias por recibirme —dijo Diana. Sus tres últimas palabras antes de cruzar la puerta principal fueron dirigidas hacia mi.

Y no pude sacudirme la sensación de que había cometido un error, pero no sabía si era por haber permitido que ella entrara o haber dejado que saliera.

Ricardo volvió a la mesa y dejó una pila de galletas entre nosotros. Estaban acomodadas y lucían como los primeros bloques a un muro que no sabía que estaba construyendo.

—Invítala a jugar contigo el martes —le dije.

Ricardo levantó una ceja. No lucía contento o molesto.

—¿Por qué no lo haces tú? —pregunto.

—Porque no quiero que piense que la quiero aquí —respondí.

—¿Y no quieres que esté aquí? —preguntó Ricardo.

—No —respondí.

Sabía que Ricardo no sería capaz de entenderme. Yo tampoco lograba entender del todo, pero crecí, estaba empujada a enfrentarme y no podía enfrentarme a algo que no conocía.

—¿Ricardo? —comencé— La próxima vez que le hables a alguien de mi dinero te quitaré la cama y dormirás en el piso.

308Donde viven las historias. Descúbrelo ahora