28. Cita

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AARON

Maldita sea, qué calor hace.

Me destapo de golpe, tirando las sábanas que cubren mis piernas. Mi cuerpo está empapado de sudor; es raro, porque normalmente en mi casa hace frío y duermo tapado con un montón de mantas.

Estiro la mano buscando el vaso de agua que siempre dejo en la mesita de noche, pero no lo encuentro. Sigo tanteando con los ojos cerrados, un poco desesperado. Finalmente, me incorporo y me llevo las manos a la cabeza, que me retumba como si tuviera resaca.

Te tomaste hasta el agua de los floreros, sí.

¿Qué?

Me levanto de la cama como si estuviera en llamas y me quedo parado, con los brazos y piernas abiertos, inmóvil como una estatua. No es la mejor imagen, especialmente porque estoy en bóxers y con cara de secuestrado. Me froto la cara con las manos y miro a mi alrededor.

El cuarto de Ainhoa. Joder.

Me giro hacia la enorme ventana detrás de mí y escucho risas de niños. Al asomarme, veo que esos malditos mocosos me están sacando fotos al trasero. Me pongo los pantalones a toda prisa, abro la ventana y les muestro el dedo medio. Ellos me miran como si acabaran de ver al diablo en persona y salen corriendo.

—Sí, váyanse, mocosos de mierda —les grito.

Suspiro y cierro la ventana. Creo que mi vista por fin se aclara y empiezo a recordar lo que pasó anoche. Me emborraché en un parque porque no podía dejar de pensar en ella, en su ataque de ansiedad, en cómo le estoy mintiendo, en cómo cada vez me cuesta más negar lo que siento, en lo mucho que disfruté golpear a ese imbécil que no entendía lo que es un no. Después no sé cómo llegué aquí, pero sé que le dije lo que sentía por ella o algo así.

—¿Qué son esos gri...? Ay, mierda.

Miro hacia la puerta de la habitación y veo a Ainhoa con los ojos cerrados, sosteniendo una bandeja con el desayuno.

—¿Puedes ponerte una camiseta, por favor? —dice con los ojos aún cerrados.

No puedo evitar sonreír. Me la pongo porque no tengo humor para bromear con ella y empezar a discutir.

Me acerco a ella ya con el torso cubierto y le quito la bandeja de las manos. Ella nota mi toque y abre los ojos, esos ojos oscuros y profundos que tanto me gustan.

—¿Có-como estás? —tartamudea, y me encanta saber que soy yo quien le provoca eso.

—Con dolor de cabeza, pero mejor ahora.

Me acerco a ella hasta que nuestras narices casi se tocan, y al ver que no se aparta, le doy un beso casual en los labios antes de quitarle la bandeja y dejarla en la cama.

—Ven —digo, golpeando la cama para que se siente a mi lado.

—Acabas de... —me señala—. Me besas... —señala su boca.

Me hago el desentendido total.

—¿Qué pasa? No entiendo.

Ella solo suspira, niega con la cabeza y muerde su labio inferior.

—No hagas eso si no quieres que acabemos en la cama sin ropa —digo con tono de advertencia, señalándola.

—Alguien se ha levantado más directo de lo normal, ¿eh? —dice en broma mientras se sienta a mi lado.

—Puede que esté cansado de fingir.

—¿Fingir qué, exactamente? —pregunta con tono seductor.

—Que no siento nada por ti.

Pude haber sido yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora