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Alex

10 años atrás





—¡Cachipún!—Gritamos en conjunto con el Alan y el Diego, queríamos jugar a la escondida, así que estábamos escogiendo quién iba a contar hasta cincuenta. Hice una mueca, queriéndolos confundir, siempre funcionaba.

Iba a hacer piedra, y ganaría.

Les dediqué una sonrisa triunfal, completamente seguro de que los dos harían tijera, sin embargo, algo falló en mis cálculos y ambos mostraron papel.

¿Qué...?

—¡Sabíamos!—Dijeron ambos al unísono. Me quedé mudo—, siempre hacís piedra, ¡te pillamos!—Me hicieron burla.

Solté un bufido, cruzándome de brazos.

No, no estaba picao.

—Ya oh, vayan a esconderse mejor—Ordené volteándome hacia la pared con intenciones de ponerme a contar lo más veloz posible. Tenía que alcanzar la otra ronda para jugar a las escondidas y así me tocara a mí esconderme, era mi fuerte. Jamás me encontraban.

Los chiquillos se fueron corriendo, desapareciendo cada uno por su lado, supongo. Cerré mis ojos y comencé a contar con rapidez, me daba lo mismo si alcanzaban o no a esconderse, quería terminar con esto rápido, además era típico que se escondían detrás de las escaleras.

Sonreí para mis adentros.

Pan comido.

—Martina tú no podís jugar—Habló una voz lo suficientemente chillona que me desconcentró de mi conteo. Oí su nombre y me aparté automáticamente de la pared, buscando a la rubia de coletas con mejillas sonrosadas que estaba siendo aludida.

—¿P... Por qué no?—Lloriqueó.

Y la encontré.

Estaban en un rincón del patio donde ese grupo de niñitas estaba jugando a la cuerda, supuse que la Martina estaba pidiendo permiso para jugar. Nunca entendí por qué había que pedir permiso para jugar, qué estupidez.

Arrugué mi nariz.

—Erís pésima jugando siempre, así que no, búscate otro juego—Le respondió moviendo su cola de caballo de un lado a otro con exageración.

Aggh, qué detestable.

Quise apretarme la lengua y seguir con lo mío, la profesora Amalia ya me tenía advertido por mis tres hojas repletas de anotaciones negativas, pero al ver los ojos llorosos de la Martina se me apretó el pecho y no pude ignorar la escena que estaba presenciando.

Las escondidas podían esperar.

—¿Y por qué ella no puede jugar?—Me metí pesao. La niña me quedó mirando con los ojos como huevos, evité reírme en su cara por lo chistosa que se veía—¿Erís la dueña del juego, acaso?—Levanté mi ceja izquierda, refunfuñón.

—Sí—Alzó su barbilla—, ¿y qué?

Sus amigas nos rodearon y la Martina se me quedó viendo para luego acercarse a mí y aferrarse a mi cotona con susto.

Parecía un pollito.

—Los juegos no tienen dueños—Hablé obvio, cruzándome de brazos a la defensiva—, ridícula.

—¡Oye!—Me reprendió—¡Te voy a acusar a la tía Amalia!

Le hice burla para luego alzarme de hombros—uy qué susto. Acúsame—La provoqué.

Polola falsa (editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora