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            Aun llevábamos a Corvel como guía cuando salimos de la cueva, no estaba segura de en qué punto del viaje comencé a alucinar y en qué punto seguíamos andando realmente sobre la cueva, las imágenes que vi habían sido tan realistas que aún me estremecía si las recordaba, pero lo importante es que ya habíamos salido.

Según el mapa, estábamos a punto de llegar a los prados asfódelos, teníamos que tener mucho cuidado ya que en este lugar yacían miles de almas, las almas de aquellos que no habían sido buenos ni malos y era el último lugar antes de llegar al tártaro, en los prados no se suponía que fuera un lugar tan horrible como el tártaro.

Susurros en cientos de lenguas distintas nos seguían, no hacían más que aumentar mientras caminábamos, escalofríos recorrían mi cuerpo, sentía impresiones de dedos fríos en mi rostro y brazos.

Almas agotadas.

La luz era baja en aquel lugar, el suelo estaba plagado de flores que no estaban secas, pero tampoco florecientes, eran viejas y decaídas, a punto de marchitarse, todas las flores todas de color rojo, el color aunado a la apariencia marchita hacía que los pétalos parecieran gotas de sangre.

En el cielo, dos círculos parecidos a la luna pero del color exacto de la sangre se levantaban de manera majestuosa, uno cerca del otro, eran aquellos círculos los que proveían la tenue iluminación del terreno.

Afortunadamente, yo ya no estaba respirando por lo que no podía percibir el olor de aquel lugar.

El suelo era plano y el murmullo de la vasta cantidad de flores al ser pisadas nos acompañaba. Ninguno de nosotros pronunció palabra, era como si estuviéramos en un santuario sagrado, temíamos alterar aquellas almas que nos rodeaban por todos lados, además, el lugar urgía respeto.

Horrible sensación, el saber que el lugar estaba plagado de almas, aunque no podíamos ver ni una sola, sabíamos que estaban ahí.

A veces, el toque frio de algún alma sobre mi piel se mantenía más tiempo que el de las otras, en esos momentos, un dolor profundo se instalaba en mi pecho, la sensación de desesperanza surcaba en mi interior y solo quería soltarme a llorar, entonces Cameron parecía notarlo ya que apretaba la mano que sostenía con la suya y me recordaba que él estaba allí conmigo, que no me dejaría, así era como podía ignorar esas sensaciones y seguir hasta que el alma me dejara en paz.

Que sensación tan desoladora se sentía, pobres almas que debían mantenerse en ese lugar.

Me sentía tan triste, sumamente miserable. 

Nadie además de mi parecía estar tan afectado por las almas.

A veces, los murmullos de aquellas voces fantasmas eran en mi idioma, mi piel se erizaba mientras me contaban la manera en que habían muerto, o los errores que habían cometido en vida y por los que ahora se culpaban, no quería concentrarme en lo que me decían porque verdaderamente me estaban perturbando, pero no podía ignorarlas, todos los relatos eran terribles, no había una sola cosa buena. 

Me dolía el sufrimiento ajeno, pero no había nada que yo pudiera hacer por ellas y eso lo hacía aún peor.

Una de las almas que hablaban mi idioma me preguntó por mi nombre, era la primera vez que alguna se interesaba por mi  y no se soltaba a susurrarme cosas terribles, un escalofrío envolvió todo mi cuerpo y me estremecí, esta vez fui yo quien le dio un apretón a la mano de Cameron, el frio de aquella alma se fue y entonces me relajé un poquito.

Le mandé una oración al verdadero Dios por quién se vive. Necesitaba paz, mi dolor se sentía inmenso. 

No quería asustarme, pero estaba en los prados asfódelos, hogar de miles, tal vez millones de almas, los círculos sangrientos que iluminaban no hacían nada para aminorar la zozobra y las envejecidas flores también tenían parte en la extrañeza del lugar. Ni siquiera me atrevía a usar la telepatía para comunicarme.

Atrapada entre sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora