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JAXTON

Vale, ¿qué coño había pasado? ¿La había asustado? Joder, no quería eso. No quería que se pensara que era un capullo que solo quería llevarla a la cama.

Joder.

En cualquier otra ocasión me habría dado completamente igual. Me habría subido a la moto y me habría ido a casa, molesto por no haber echado un polvo, pero bueno, tampoco tendría tanta importancia, pero esta vez era distinto.

Lydia me había echado y juraría que estaba a punto de llorar. Ese había sido el único motivo por el que había accedido, no quería hacerla pasar por el mal trago de derrumbarse delante de mí.

Me alejé de su casa con un nudo muy potente en la garganta.

Pero no me marché, me quedé sentado en la acera un buen rato, sin saber qué hacer.

Pensé en escribirla, pero tal vez era demasiado precipitado.

¿Y si me odiaba?

Joder, no, eso no podía ser. Podía vivir feliz y tranquilo con la sensación de que cualquier otro me odiase, pero ella no.

Intenté respirar pausadamente, tranquilizándome, pero era bastante complicado.

La había cagado.

Levanté mis ojos a su puerta rojiza y me imaginé lo que estaría pasando dentro. Seguramente se habría ido a dormir, enfadada conmigo o consigo misma, no sé.

Me pasé ambas manos por la cara, mientras trataba de distinguir algo a través de sus cortinas, pero no se veía absolutamente nada.

Al cabo de varios minutos, decidí que no podía seguir ahí sentado así que me levanté y me marché a casa.

Estuve dormitando toda la noche.

Había ganado una de las carreras más peligrosas en las que había participado, y lo había hecho con la chica que me volvía loco a mis espaldas.

La había besado, no una, sino dos veces y menudas dos veces.

Había ganado más de ocho mil libras de una sentada. Le había roto la nariz a un gilipollas que se había metido con ella y, para culminar la noche, me había desecho de Charlotte de una vez por todas.

Y aun así, aun con todos esos logros, en lo único en lo que podía pensar era en lo mal que me sentía por haber hecho llorar a Lydia.

Debía arreglarlo. No tengo ni la más remota idea de cómo, pero debía hacerlo.

Esa mañana hice algo que no había hecho desde que acabé el instituto. Madrugar.

Me levanté y fui a la habitación de Hugo, que seguía roncando con la boca abierta.

Le di un par de golpecitos en el hombro, pero nada.

—Hugo— susurré en su oído, pero seguía inmóvil el capullo.

—¡Hugo!— se levantó de golpe, tan asustado que retrocedí un par de pasos para que no me pegase.

—¿Pero qué...?— enfocó, todavía medio dormido— ¿Jaxton?

—Buenos días— canturreé, haciéndome el inocente— Vamos, levanta, te he preparado el desayuno.

Y eso acabó por despertarle del todo.

—¿Qué has hecho qué?

—El desayuno. Vamos— y tiré de sus sábanas para que se pusiera en marcha.

—Definitivamente, sigo soñando— y volvió a recostarse, cerrando los ojos.

Solté un bufido y le di una palmada en el hombro.

Y si llueve, petricorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora