Capítulo 14

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Stefano pasó una a una las fotografías, deleitándose con las imágenes. El horror en los rostros de aquellos que morían por su mano —en este caso, por sus órdenes— siempre le pareció fascinante; pero ahora... Sonrió por primera vez en el día, acomodándose en su asiento y acarició el papel con la yema de los dedos. ¿Quién hubiera dicho que el cruel señor Sallow al final no sería más que un llorón? ¡Hasta se había cagado en los pantalones! Patético.

Tuvo que preguntarse cómo fue que Melissa salió de los testículos de aquel cobarde. Si los comparaba desde un punto de vista objetivo, su pequeña abeja había sido valiente a su modo desde mucho antes de ser condenada. El padre, por otro lado, ni siquiera tuvo el valor de mirarla a los ojos antes de enviarla a prisión por un crimen del que no era culpable. De hecho, tampoco lo hizo ni una vez durante el tiempo que llevaba recluida.

Bueno, se dijo, ya no tendría que preocuparse por eso.

Echó un vistazo rápido al resto de las fotografías. Los cadáveres del juez y su familia, tanto como los de los criminalistas le parecieron una preciosa obra de arte. De poder, enmarcaría los retratos para que decorasen la pared de su celda. Lo haría, probablemente, una vez que estuviera libre para admirar el trabajo cada día.

La sonrisa en sus labios se ensanchó, volviéndose calculadora y cruel. Quizás pudiera conservar algunas, solo por satisfacción o por si las necesitaba en un futuro para recordarles a los presos —sobre todo a cierto perro de los Scarfo— la magnitud de su poder.

—Sobre su liberación... —habló el abogado.

—Déjame adivinar: tomará tiempo.

—Sí, Don.

—¿Cuánto?

El hombre tragó con dificultad. La sala se llenó con la fetidez del temor y las dudas, también la vergüenza. Stefano entrecerró los ojos, escrutándolo en silencio; el abogado se estremeció tan sutilmente que hubiera sido imperceptible al ojo de cualquier humano, y apretó las manos debajo de la mesa tan fuerte que los nudillos le crujieron, su respiración también cambió. Ocultaba algo.

Aunque odiase su parte animal más que nada en el mundo, Stefano agradeció en ese momento poseer sentidos e instinto desarrollados.

—¿Qué está pasando?

—Me matarán si...

—¡¿Qué carajo está pasando?!

El hombre volvió a pasar saliva y exhaló con pesadez. Se inclinó sobre la mesa —la preocupación y el miedo en su rostro alertaron a Stefano— y dijo en un murmullo:

—Yo le soy fiel, Don, así como la mayoría; pero otros...Algunos se preguntan si vale la pena.

—¿Y qué opina Amadeo de todo esto?

—El... el Sottocapo fue quien lo empezó. —Su voz tembló al pronunciar las siguientes palabras—: No puedo probarlo, pero sé que se alió con Kinahan para deshacerse de usted.

Stefano maldijo entre dientes. «Cría malditos cuervos...», el pensamiento murió en medio de una risa burlona que salió de sus labios. Por supuesto, por su mente pasó la fugaz idea de que tanto su encarcelamiento como el de Romeo eran obras de algún traidor, pero ¿de Amadeo? Ni en sus peores pesadillas. Por lo visto, llevaban mucho tiempo materializándose en su cara y ni siquiera se había dado cuenta.

«Al parecer los de "mi clase" no son los únicos traidores —susurró el lobo dentro de él, apenas consciente—. ¿No es ese el cachorro al que recogiste y del que tanto te enorgulleces?».

«¡Cállate!», ordenó Stefano.

Él bufó una risa. En la oscuridad de su interior, aquellos ojos escarlatas que aborrecía consiguieron mirarle.

La mujer del Diablo ┃ Las mujeres de la mafia #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora