Capítulo 38

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Los labios de Stefano, suaves como de costumbre, sabían a menta. Eran cálidos sobre los propios y la besaban con desesperación. Un poco más que antes, como si lo hubiera esperado toda la vida y ahora que pasaba no pudiera detenerse. Ella no quería que lo hiciera.

Sin importar lo mucho que se negase ni cuánto tratara de convencerse de lo contrario, la verdad era única e inevitable: lo deseaba. Esto, también al hombre que había comenzado a tocarla igual que a un frágil tesoro y se la bebía con aquellos labios... Pero más importante, sin duda, continuaba amándolo con cada parte de sí misma. Tanto tanto que era insoportable.

Aun así, mientras la lengua y dientes de Stefano le limpiaban la piel, preparándola para su mordida, y su mano se deslizaba peligrosamente a lo largo de la pierna de Melissa hasta introducirse debajo del vestido..., la voz de su conciencia regresó para recordarle los errores del pasado. Los propios; no los de él.

Hirió a muchas personas de esta manera alguna vez y, sin importar los motivos egoísta que tuvo su padre, terminó pagándolo con creces. No solo se trató de la muerte de Mark, sino del infierno al que fue sometida cuando la encerraron. Las consecuencias de mentir y traicionar jamás serían favorables y no estaba dispuesta a hacerlo con quienes la amaban, tampoco consigo misma. Por ende, apretó a Stefano por los hombros y se lo sacó con esfuerzo de encima.

Sus ojos oscuros la miraron confundidos y cuando inclinó la cabeza hacia un lado, le recordó a un cachorro de lobo. Melissa no recordaba haber visto aquella expresión antes, que por poco la hace ceder nuevamente. Debió aferrarse a la poca voluntad que le quedaba para no volver a sus brazos.

Stefano permaneció inmóvil, esperando a que hablara. Mirándolo bien, Melissa no fue capaz de encontrar al hombre con el que convivió en la cárcel. Si aquel le pareció un tipo de dios romano, este era... insuperable. Perfecto, tan... tan... El traje azul se le ajustaba estupendamente al cuerpo, que se encontraba más tonificado, y acentuaba el tono de su piel. El cabello, que se había soltado del pequeño moño, le caía como gruesos hilos ónices por toda la cara. Incluso desaliñado como si hubiera estado corriendo, él se veía maravilloso.

Pero no dejaba de ser el hombre que la destruyó ni ella una mujer comprometida. Sin importar el ángulo que escogiera para verlo, el panorama seguía siendo el mismo.

«¿Estás dispuesta a perdonar?», la voz de Andy le susurró con tristeza. Melissa respiró profundo, calmándose. «No lo estoy», contestó para sus adentros. No ahora; tal vez nunca.

Así que, sin pronunciar una palabra, abandonó los baños para dirigirse hacia la mesa de donde recogió su pequeño bolso de mano antes de irse del restaurante. No debió haber aceptado la invitación, ¿en qué mierda estuvo pensando? Tuvo que preverlo, imaginar que Diavolo seguiría siendo el mismo demonio encantador tanto como ella la misma idiota que le abría las piernas ante la mínima provocación.

Un roce, ¡un maldito roce!, y por poco le permite tenerla en los sanitarios igual que a una cualquiera. Lo peor había sido que el arrogante de mierda tuvo razón: había logrado en segundos lo que nadie más pudo, ni siquiera Rose en poco más de un año. ¿Por qué? Y continuaba sintiéndolo en cada parte de su cuerpo, arrastrándose dentro y fuera de la piel, acariciándola en partes sensibles que nadie más conocía y llegándole hasta la entrepierna. Eran tan poderoso que le dolía e imposibilitaba caminar. Sin embargo, por mucho que una parte le suplicara volver, no lo hizo.

Stefano era el pasado y nada bueno salía de regresar a este, por mucho que... Tampoco se permitió continuar con el pensamiento; no quería aceptar la realidad.

No supo cómo terminó en la puerta de Rose. Cuando esta le abrió a medio vestir y la miró con aquellos ojos grandes llenos de asombro, Melissa hizo lo único que consideró correcto: la empujó al interior y la besó cerrando la puerta detrás de sí.

Su novia tenía que saberlo, de seguro, poseía eso que llamaba «sexto sentido» y aquel nunca fallaba. Por lo tanto, le correspondió con el mismo deseo mientras las desnudaba a ambas de camino a la habitación.

Se lo hizo suave y despacio. Aun cuando siempre fue considerada, en esta ocasión tuvo un poco más de cuidado. Tenía que ser perfecto. Por desgracia, cuando perdió todo el interés en medio del orgasmo de Rose, descubrió que Stefano también tuvo razón al decirle que su falta de libido no se debía solo al tratamiento hormonal. Ella era el problema. Ella, su pasado no resuelto y su maldito amor por el Diablo de La 'Ndrangheta. No tenía caso seguir negándolo.

—Sabía que esto iba a pasar; pero no imaginé... —El tono de su voz, que fue apenas un murmullo, tembló—. Ya lo decidiste, ¿no?

—No como crees; no lo elegí.

—Tampoco a mí, eso no cambia las cosas.

—Perdón.

Los brazos de Rose la apretaron con fuerza al mismo tiempo que sollozaba tan bajo que casi no podía oírse. Cuando Melissa trató de retirarse, la sostuvo para impedírselo.

—Quédate así un momento, cariño —susurró—. So-solo un momento, ¿sí?

—Ven.

Melisa la movió hasta sentársela entre las piernas, entrelazó sus dedos con los de Rose y le alzó la mano para besarla. Conocían cada una de las facetas de la otra, desde sus fortalezas hasta las debilidades; a pesar de eso, ella jamás había llorado por su culpa. No al menos de tristeza.

Abrazándola, la besó en la corinilla y la sostuvo hasta que los ligeros espasmos se desvanecieron. El llanto no cesó. Rose permaneció inmóvil, con la respiración tranquila, todavía aferrándose a ella.

—Perdóname —repitió—. Lo intenté, pero mereces más que esto.

—No soy estúpida, Missy, siempre supe que te irías. Nunca me miraste como si fuera tu mundo. —Trató de reírse—. Pe-pero pensé que podría...

—Yo sé, cielo, yo sé. No es tu culpa.

—Ni tuya. El corazón quiere lo que quiere, ¿no?, y el tuyo...

—No lo elegí.

Rose se movió un poco para verla a los ojos. Pese a la oscuridad, notó el enrojecimiento en ellos. Su novia..., exnovia trataba de sonreírle aun cuando no dejó de llorar. Melissa le limpió las lágrimas, teniendo cuidado de no romperla un poco más.

—Tienes que dejar de mentirte. —Los labios le temblaron—. Solo existe un único para siempre, músculos con piernas es el tuyo. Acéptalo.

—No.

—Entonces, quédate conmigo y miénteme también.

—No puedo.

—¡¿Por qué?! Si no vas a volver con él... —Un sollozo apagó su voz.

Melissa le tomó el rostro con las manos y la besó en la frente. Rose tembló ante su toque, derrumbándose contra su pecho, donde la sostuvo con fuerza.

—Terminarás igual que yo, no sería justo para ti. Cielo..., Rose, escúchame.

—Te amo.

—Y yo a ti; pe-pero...

—No soy la única por siempre.

Melissa respiró profundo antes de tragar con aspereza.

—No —murmuró—. No lo eres.

Y esa, por primera vez en años, era la única verdad que se atrevía a decir.

La mujer del Diablo ┃ Las mujeres de la mafia #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora