No recordaba haber llorado tanto en su vida, tal vez no desde la muerte de Mark. Ahora, sin embargo, parecía no poder detenerse. Dolía tan profundo en lugares que recién descubrió poseer y le resultaba insoportable estar en su propio cuerpo.
De existir un modo de escapar lo hubiera hecho.
Convertida en una bola en medio de las solitarias duchas, Melissa se mordió los brazos hasta hacerlos sangrar para que nadie pudiera oírla. No había ningún guardia en los alrededores y, en realidad, había roto un par de reglas al encerrarse ahí para llorar. Incluso si contaba con la protección de Diavolo, ser descubierta le traería dificultades. Aunque no tantas como lo haría ser encontrada por algún reo; tendría suerte si se trataba de uno solo y no de una pandilla completa.
La semana anterior, un pobre chico nuevo tuvo la desdicha de estar en el momento y lugar equivocados junto la Hermandad Aria. Ahora..., bueno, el destino de Melissa al ser la perra del Don podría considerarse hasta una bendición. Estaba segura de que el muchacho terminaría contagiándose de VIH al igual que muchos otros, si es que no lo mataban antes al violarlo en grupo... o se suicidaba un día de esos.
Los suicidios —o sus intentos— en prisión también eran cosa de todos los días, en especial dentro de la población nueva y la más joven.
Melissa continuaba apretando la fotografía de Mark y ella, bebiendo una tarde de domingo cualquiera, después de haber estado jugando. La recordaba a perfección: cómo cocinaron unos fideos asquerosos que tiraron a la basura antes de ordenar pollo frito, la forma en la que se sentaron uno al lado del otro en completo silencio para mirar una película y cómo sus dedos se buscaron sobre la alfombra hasta entrelazarse. No se besaron; pero durmieron juntos, abrazados por primera vez, fingiendo ser solo los mejores amigos del mundo cuando en realidad estaban enamorados.
Recordaba que Mark le había susurrado al oído que deseaba haberla conocido antes y ella solo pudo reírse nerviosa, respondiéndole «no te hubiera gustado; era un flacucho feo y lleno de espinillas». Él, no obstante, la apretó con más fuerza y sus palabras la hicieron llorar en silencio: «Pero te habría apoyado y ahora serías tú, sin necesidad de esconderte, cariño».
«Cariño», repitió su mente. Como compañeros de trabajo y mejores amigos, solían ponerse apodos desde los más absurdos e insultantes hasta los más dulces. Pese a que Mark le había llamado «bombón» y «pastelito», incluso «mi amor» en numerosas oportunidades, esa fue la primera en la que lo sintió íntimo. Quizás debido a la posición en la que se encontraban o porque sus labios le rozaron la oreja al hacerlo o porque... ambos se amaban y lo sabían, porque estaban cansados de fingir y... Si tan solo se hubieran atrevido antes, al menos habrían sido felices un poco más.
—Te odio —susurró dirigiéndose a su padre, aunque ya no tuviera sentido—. ¿Por qué no me mataste también? Me... me hubieras matado también.
El sonido de los pasos acercándose la interrumpieron. Melissa se tensó, cubriéndose la boca con ambas manos, y contuvo la respiración suplicando porque quienquiera que fuese no la encontrara. Lo que menos quería era tener que enfrentarse a un abusivo, o un grupo de ellos, en medio de los solitarios baños que apestaban a cementerio.
Claro que, ¿desde cuándo sus plegarias eran escuchadas? De ser así, no la hubieran encerrado, en primera instancia, o Mark no estuviera muerto. Así que cuando vio los zapatos frente a ella, tuvo que tragar con dificultad el nudo en su garganta y levantar la vista. El rostro extrañamente amable de Romeo la recibió. Sus ojos verdes le parecieron suaves, no tanto como cuando miraba a Olivia, y llenos de compasión.
Callado como de costumbre, se sentó a su lado y acomodó la cabeza de Melissa sobre sus muslos. Aquel peculiar gesto de cariño la desarmó por completo. Sin poder contenerse, volvió a llorar. A gritos esta vez, sacando por fin el dolor que la estaba matando poco a poco. La mano de Romeo le peinó la cabellera gentilmente mientras él murmuraba que estaba bien dejarlo salir.
—Nadie te molesta, yo me encargo de que nadie viene —dijo en tono suave, con ese acento que lo distinguía.
—¿Ste-Stefano te mandó?
—Quell'idiota ha la testa infilata nel culo [Ese idiota tiene la cabeza metida en el culo] —Se rio entre dientes—. Eres amiga de mi mujer, si importas a Olivia me importas. Yo vengo porque quiero.
—Gra...— Tomó aire— gracias.
—Di niente [No es nada]. ¿Quieres abrazo? Cuando Liv llora, un abrazo la calma.
—Sí, por favor.
No supo por qué lo dijo, tampoco le dio importancia cuando Romeo la tomó entre sus brazos y la apretó tan fuerte que sintió cómo los pedazos de sí misma comenzaban a unirse. Le hubiera encantado que fuera Stefano, hasta fantaseó con él por un segundo: que eran su cuerpo y sus brazos, y su voz murmurándole que todo estaría bien... Cuando Romeo comenzó a soltarla, Melissa se secó el llanto y le ofreció su mejor sonrisa; él se la devolvió.
—¿Mejor?
—Sí, gracias.
—Dices mucho «gracias», como Liv, se siente raro.
—¿Por qué?
Él movió los hombros, en apariencia indiferente; sus ojos, no obstante, le mostraron una vulnerabilidad que Melissa no notó en el pasado. Ahora podía entender la razones de Olivia para amarle: era duro y frío en el exterior; pero en el fondo...
—En mi mundo no dices «gracias» siempre. Haces lo que debes, ¿por qué te dicen «gracias»?
—¿Y esto también es parte de tu trabajo?
—No. Y si tú no dices a Stefano, yo tampoco. No razona cuando se enoja.
—¿Está muy enojado?
Romeo carcajeó.
—Furioso come il diavolo! [¡Furioso como el diablo!] Sin preocuparte, yo lo manejo. —Se puso de pie y le ofreció la mano; Melissa la tomó—. Consejo: no te quedas sola en baños, si otro te encuentra es peligro para ti. Tienes suerte de que soy yo.
La sujetó del brazo y comenzó a guiarla fuera del lugar. Después de haber llorado como el primer día de su vida, ahora se sentía un poco en paz. Antes de cruzar la puerta, Stefano apareció ante ellos. Sus ojos ligeramente teñidos de rojo se pasearon desde su cara hacia el brazo que sostenía Romeo; una mueca en la que se mezclaban su sonrisa burlona y la furia le deformó el rostro. Melissa percibió su ira de algina forma, fue como agujas enterrándosele en la piel.
—¿Yo no te basto, abejita, ahora también te coges a mi amigo?
—Non insultarmi in questo modo [No me insultes de esa forma] —Romeo le respondió en el mismo tono desafiante—. Sono fedele a voi, ma soprattutto a mia moglie [Soy leal a ti, pero especialmente a mi mujer].
—Questo è quello che dici tu [Eso es lo que dices] —Stefano resopló una risa y la tomó por el otro brazo—. Ven conmigo.
Melissa forcejeó hasta liberarse de ambos. No estaba dispuesta a soportar los insultos de Stefano, sus celos ni su desconfianza; no hoy. Había tenido suficientes desgracias en el día; estaba segura de que una más iba a destrozarla por completo. Por otro lado, tampoco quería ser la muñeca de carne y hueso de Diavolo. Podría tenerla mañana y degradarla tanto como quisiera, convertirla en polvo y cenizas si eso hacía feliz a su ego; pero hoy quería estar sola con su mente.
—Déjame en paz —contestó tratando de salir; él la detuvo.
—¿Se te olvidó nuestro pequeño trato? Si yo digo...
—Hoy no, Stefano. ¡Carajo, hoy no!
Volvió a liberarse y continuó su camino. Cuando él trató de alcanzarla, Romeo lo detuvo. La mirada en sus ojos debió de decirle todo, ya que suspiró rendido y la dejó en paz. Mientras se alejaba, los oyó discutir; Melissa conocía suficiente el idioma para entender que se trataba sobre ella y su corazón roto. Lo último que alcanzó a escuchar fue a Romeo pidiéndole terminar con lo que tenían, «la estás destruyendo», le dijo. Stefano no respondió.
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La mujer del Diablo ┃ Las mujeres de la mafia #2
RomanceDespués de ser condenada a prisión debido a un crimen que no cometió, la agente especial Sallow sabe que sus días están contados. No solo porque es encerrada junto a los criminales más peligrosos del mundo, sino porque se trata de hombres violentos...