Capítulo 32

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Melissa admiró durante un minuto el cuerpo que yacía a su lado. Lentamente, lo recorrió con la vista, empezando por los pies que sobresalían debajo de las sábanas y ascendiendo por las largas y torneadas piernas de piel cobriza cubierta de tatuajes; se detuvo por un momento en las anchas caderas antes de continuar hacia los pechos firmes que subían y bajaban tranquilos. Había un precioso diseño de mariposa entre ellos; Melissa había bromeado en ocasiones con que «tenía unas alas suaves».

—Hey, chica —La voz suave le hizo alzar el rostro por completo—, ¿te gusta lo que ves?

Melissa se quedó momentáneamente sin aliento ante los intensos pero amables ojos marrones que la veían con diversión. Le costó recomponerse y devolverle la sonrisa.

—¿Te desperté?

—Quizás. —Se rio entre dientes—. Estabas mirándome mucho, ¿no?

—Bueno, me gusta mirar a mi novia, ¿cuál es el problema?

Rose levantó una ceja, juguetona, a la vez que se descubría por completo. Cuando separó las piernas, Melissa tuvo que respirar profundo. Sin importar cuántas veces la hubiera visto, siempre le parecía igual de maravillosa.

—Solo mirar, ¿no? —casi susurró, acariciándose el monte de Venus, que continuaba húmedo—. Digo, como en los museos. Es lo tuyo, da Vinci.

—Prefiero ensuciarme las manos...

—Promesas, cariño, siempre promesas.

—... pero ver nada más, de vez en cuando, también es bueno, ¿no?

—¿Tú crees?

Rose resopló una risa divertida y se mordió el labio inferior, ocultando la pequeña argolla de plata, cuando comenzó a acariciarse. Melissa se concentró en ella como un todo para no perderse de nada.

Al contraerse debido al placer, el rostro de su novia fue como una obra de arte. Ella tenía la costumbre de cerrar los ojos y concentrarse únicamente en sentir: cejas un poco juntas en ese leve ceño fruncido, labios apretados que se abrían con cada respiración... Jadeaba de acuerdo con los toques, separando cada vez más las rodillas como una invitación.

Al deslizar los dedos hacia el fondo, fue Melissa quien gimió. Rose abrió un ojo.

—Mi... vagina te... te extraña..., bebé. —Melissa siguió con atención el movimiento de su lengua y la pequeña barra que la perforaba.

—Tu vagina me tuvo anoche —susurró acomodándose encima—. Estoy muerta, perdón.

—La... última vez... que te vi... tenías dedos.

En ese instante, fue Melissa quien se rio entre dientes con la vista en los labios de Rose. Eran preciosos, al igual que ella, y formaban un corazón perfecto que de forma usual teñía de negro o púrpura. La noche anterior, sin embargo, había sido un borgoña mate, del que solo quedaban restos.

Sin apartar la mirada de su rostro, Melissa le acarició desde el centro de sus pechos hasta el vientre, continuó deslizando los dedos hacia abajo y los humedeció al jugar un poco con su vello. Rose respiró profundo en el instante en el cual sustituyó sus dedos por los propios y se tragó un gemido cuando los dobló para acariciarle las paredes en el punto exacto.

No se atrevió a tocar el clítoris todavía, con la esperanza de que durase lo suficiente para hacerla conseguir una erección.

Con el tratamiento hormonal, eran tan escasas como su libido y con frecuencia Melissa se encontró sintiéndose tanto frustrada como decepcionada de sí misma. Incluso si Rose forzaba una sonrisa, mintiéndole al decir que «no importaba»; ella sabía que sí. ¿Cómo carajo no iba a hacerlo? Su novia era activa y gracias a ella se privaba con frecuencia de sentir.

La mujer del Diablo ┃ Las mujeres de la mafia #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora