Capítulo 29

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Olivia Johnson llevaba una vida pacífica en Italia. Después de las últimas cirugías, decidió iniciar desde cero en un pueblito precioso, donde nadie conociera su pasado. Compró una casa pequeña con un bonito jardín y abrió una pastelería a la que llamó «Julieta», en honor a Romeo. Quizás también un poco en honor a sí misma, ya que después de perderlo para siempre era como se sentía a diario.

Al principio, le costó adaptarse. Tanto el idioma como las costumbres le parecieron un dolor de cabeza; le gente por otro lado... Bueno, si tuviera que describirlas, diría que eran agradables hasta cierto punto. Tal vez porque eran demasiado efusivos para su gusto, tal vez porque el dolor la había convertido en una cascarrabias a sus veinticinco años. Como fuera, abrazó su nueva vida y trató de olvidarse del oscuro período que la precedió.

Era difícil en ocasiones, sobre todo porque oír a las personas hablando en italiano le rompía el corazón. También debido a que cualquier pelinegro de ojos verdes era como un fantasma de Romeo al que perseguía hasta que se daba cuenta de que no se trataba de él. Nunca sería él. Su marido estaba muerto y nada podría cambiarlo.

Los muertos no resucitaban y no lo harían hasta el Día del Juicio. Aunque para ser honesta, en este punto Olivia dudaba de que algo así fuera posible. Había perdido la fe casi en su totalidad. Con todo, algunos domingos acudía a misa. Se sentaba en el último de los bancos, lejos de las miradas curiosas, y rezaba por la paz de Romeo. Ya que no pudo hacer nada en vida, al menos iba a asegurarse de que no sufriera en el más allá. No demasiado.

Fuera de aquello, intentó tener algunas relaciones. Ninguna funcionó. Los hombres desistían después de la segunda o tercera cita, con suerte la cuarta; sino ella se aseguraba de ser tan desagradable que no les quedaban ganas de volver. Luego de cada intento, hacía lo mismo de siempre: encerarse en su habitación con un kilo de helado de vainilla y llorar mientras maldecía a Stefano D'Alessandro a gritos.

Decir que lo odiaba hubiera sido poco. De poder hacerlo, habría matado al maldito con sus propias manos. Lo único que la tranquilizaba era saber que alguien lo encerró en lo más profundo del infierno y desapareció la llave.

En estos dos años, por otra parte, mantuvo el contacto con Melissa. Había viajado en algunas ocasiones para verla; el resto de las veces hacían una videollamada para hablar de todo un poco hasta quedarse dormidas. ¡Estaba preciosa! Diferente a la triste oruga que conoció en prisión; ahora su mejor amiga lucía irreconocible. No solo físicamente; sino más bien en actitud. Incluso si continuaba teniendo ese tono suave de voz y los mismos ojos de hada, en las profundidades de ellos se escondía un monstruo sanguinario que acechaba a todos desde las sombras.

Estaba segura de que causaría una masacre ante la mínima provocación.

La mañana del veinticuatro de diciembre, mientras Olivia se encontraba ordenando los mostradores, alguien abrió las puertas. No fue necesario girarse para ver de quién se trataba; hubiera reconocido aquellos largos y firmes pasos; pero más que nada el aroma que se superpuso al de los postres e inundó el lugar. Era una particular mezcla de higo negro con el cítrico del limón y notas amaderadas. Elegante y costoso, uno de los innumerables lujos que los más poderosos se permitían en la prisión, despertó cada uno de sus recuerdos.

Y esa maldita agonía.

Con lágrimas en los ojos, Olivia permaneció inmóvil, casi sin respirar, pensando que si lo hacía, el fantasma de sus memoria dejaría de destrozarle tanto la mente como el corazón.

—Los buccellati..., ¿cuál es el relleno? —indagó con un pésimo inglés. Estúpido, considerando donde se encontraban.

Olivia se estremeció ante la voz firme que, sin embargo, era suave en sus oídos y se encontraba casi demasiado cerca. Tomó una bocanada de aire y, apretando el paño húmedo con el que limpiaba, balbuceó:

La mujer del Diablo ┃ Las mujeres de la mafia #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora