Capítulo 19 Sigue vivo, se retuerce

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Ya ni siquiera podía sentir nada, su cuerpo ya ni reaccionaba a los azotes que le brindaba aquel iracundo Conde Didier, el joven de la guardia vestía aun parte de su uniforme manchado por su propia sangre, por la saliva del conde y el sudor de ambos cuerpos en estado de shock tras la reprimenda. Dos hombres más observaban de rodillas cuál sería su futuro mientras el Conde tomaba un listón de su chaqueta y comenzaba atarse el pelo.

-Perros miserables y estúpidos, eso es lo que tengo- dejaba sobre el piso el látigo y con la mano roja y resentida de la fuerza, se acariciaba la frente bañada de desesperación- años de estudio, de consejo y así es como me pagan, volviendo a cometer las mismas estupideces de cuando eran críos, perros ¡malditos perros todos! -

Esas palabras volvían a llenar su pecho de ira una vez que comenzaba a tranquilizarse, esto no era algo que fuera a desaparecer aun después de haberlos matado a todos en su finca, estaba más allá de lo imaginable, hundido en una ira y rencor vil, que se podía permitir permanecer sin comida ni agua siempre y cuando estuviera golpeando a alguien.

-Mi señor, la piel está cayendo sobre el suelo de su salón y la sangre ya ha manchado sus pinturas- interrumpió Christoph, su mayordomo y consejero desde hacía años -le pido por favor que tenga misericordia de él y me permita darle muerte-

-¿No vez que estoy siendo misericordioso ya? había pensado en atarlo al potro o despellejarlo, morir así es más rápido, ¿Cuánta piedad más esperas de mí? -

Sí, aquel era el verdadero rostro de Didier, ese que solo unos pocos desafortunados conocían, no importa cuanta lealtad le guardaran o si algún día se dignó a mirarte de reojo por la calle, la oscuridad entro de su alma alcanzaba a cualquiera en este mundo si por un instante le molestaba su existencia.

Pobre hombre resentido y abandonado, hombre necesitado, era tan pobre, más pobre que aquel que pedía limosna fuera de la iglesia, más desdichado que aquellos que perdían a su gente por la peste negra. Alma inmunda e ignorante, eso era. Un hombre que con agresivo aire de superioridad ocultaba la fetidez de su miseria.

-Es que...- dijo empezando a reír con histeria -no entiendo como pudo pasar esto, ¡¿cómo permitieron esto?!- la pregunta salió iracunda a estamparse en el rostro de los otros dos.

-Fueron guardias del mismo Rey los que pidieron entrar, no teníamos el poder de detenerlos mi señor- dijo uno tirándose al suelo para pedir perdón.

-Sería castigado usted de atrevernos a impedirles el paso...- no termino de comentar aquello que lo justificaría, cuando la espada del Conde Didier ya le trazaba una línea en el cuello, la sangre dejo bañando a su compañero que se cubrió los oídos para borrar aquel silbido que canto el florete mientras repartía muerte.

Temprano ese día, seis hombres con el uniforme de la guardia real, llegaron a la finca del Conde Didier con un poder sellado por su majestad, que les permitía entrar y tomar aquello que desearan, cruzaron largos pasillos, ignorando oro y joyas como si fueran prendas de mendigos, podría decirse incluso que les parecieron repulsivas.

Llegaron al salón del Conde y retiraron de la pared el más grande cuadro de Violette, cierto es que vieron con temor y desconcierto como estaban rodeados de ellos, pero este en especial, era su objetivo, la pintura que el Conde mantenía con recelo sobre la integridad de la dama Violette.

-Ese cerdo adiposo, desgraciado Rey sin corona que es mandado por una sucia y regordeta mujer, que finge lo blanco de su piel y lo rosado de sus cachetes... ¡viejos malditos!- el conde no cabía iracundo en esa pequeña habitación, se expandía, se inflaba a punto de estallar y dejar sus viseras en los muros, le abandonaban los ojos las cuencas y se arrancaba los cabellos sin dolor alguno, estaba tan cegado por su desesperación y berrinche; aquel cuadro, le mantenía sereno, vivo con la esperanza de poder poseerla antes de morir.

Seguro era que no entendían los centinelas el valor de lo que se habían llevado.

Era la vida del Conde, despertar y contemplar aquel cuadro todo el día, suspiraba y se enamoraba más cada segundo que pasaba frente a él y de vez en vez, se permitía tocarse mientras imaginaba la tersa piel que había pintado. Ese cuadro, era la único que le quedaba de aquella mujer que amaba con locura, una manía tan enfermiza, que no podía pensar en otra cosa que matar al Rey tan maldito que le había quitado su sentido de vivir.

El cuadro fue llevado por mandato real, cubierto con telas negras, a la casa del amigo íntimo de la familia, el Duque Dean. Donde el noble lo recibió y envió directo a la biblioteca privada de su heredero.

-¿Esto es lo que deseabas?-

-Lo sabré una vez retire la seda que lo cubre-

-Nunca me has pedido nada como tu padre hasta el día de hoy, espero que no hayan cometido ningún error al hacerme este favor tan grande-

-Hurtar de la casa de un Conde no es hurto si el Rey es quien lo toma, te agradezco mucho padre, por darme esta única cosa, no volveré a pedirte más en la vida-

El Duque Dean solo rio palmeando su hombro mientras salía de la sala.

Edmond se mordió los labios y jugo suertes con sus dedos antes de empezar a desatar los nudos que le impedían ver el cuadro. Avanzo más seguro tras la segunda capa y antes de la última, freno en seco.

Ahí, al toque de su mano, se encontraba el más desconsolado recuerdo de la mujer que amaba, la triste consecuencia de haber llegado tarde a por ella, aquella secuela que provocaba tanto desprecio de Violette hacia su persona.

Pero también, estaba el cuerpo santo que más deseaba, aquel que, como hombre, le hacía dudar de su capacidad de contenerse, que lo llamaba, aquel que olía a jazmines.

La tela cayo hasta el suelo, una vez decidido, permitiéndole vislumbrar la perla más blanca del mar en una deplorable situación.

No pudo sentirse si quiera un poco excitado, no pudo avanzar más allá de los ojos llorosos que estaban en aquel retrato, si, siguió las líneas de aquellas lagrimas sobre los pechos y hasta el monte de venus, pero no vio más que los bordes de los ríos que le cruzaban el cuerpo a Violette.

-Dios- pedía murmurando -que me perdone...- y él lloro, en silencio, como lo había hecho Violette seguramente.

Vio a esa mujer, tan débil y tan desamparada que su corazón se arrugo haciendo que se cuestionará si en verdad estaba lleno de amor por ella. Porque si fuese así ¿Por qué se venía a desmoronar este órgano ante tal imagen?

La perla disoluta con arena del mar, estaba ahí frente a él, tan sucia, tan triste.

El corazón del heredero ya no lo resistió, mando a las manos cubrir de nuevo aquella imagen y antes de bañarla en cera se detuvo.

No era dueño de aquello que veía, no podíadestruirlo entonces.

VioletteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora