Capítulo 49: ¿Todo se acabó?

196 20 99
                                    

KHAI OLIVETTI

Mi dedo sube y baja por la pantalla en el muro de Rose. Todas son publicaciones de su padre y la disculpa emitida por la empresa donde trabajaba. La noticia se ha expandido hasta el último rincón de esta ciudad. Sé que debe estar tan contenta ahora, tan alegre que de seguro sobro en su vida. Tiene todo lo que siempre quiso. Y me siento feliz por ella.

La respiración agitada a mi lado me hace volverme hacia Adnan, quien se ha plantado a mi par.

.

—No te preocupes, no te juzgo. Ha de ser difícil para ti que tu ridícula historia de amor haya llegado a su final —dice.

—No te adelantes a los acontecimientos, te vas a decepcionar —respondo.

—¿De verdad crees eso?—Te lo aseguro. Así que no te molestes en acercarte a Ros por nuestra ruptura

.—¿Perder el tiempo? Eso es lo que piensas. He descubierto que ella y yo somos más compatibles de lo que crees.

—¿Compatibles? —Me río con ganas—. Los polos opuestos se atraen, y justo por eso, compaginamos. Eso es lo interesante.  

Cierro la puerta dejándolo con la palabra en la boca.



🌪️🌪️🌪️


Una vez que reparto la segunda ronda de pedidos, regreso al establecimiento y estaciono la motoneta cerca de la entrada. La pizzería es el aire libre, con bancos y sillas de palet, una cadena de luces cálidas que alumbra alrededor y una caseta de ladrillos donde se preparan las pizzas y demás servicios en el menú. Cada paso que doy sobre la grava es interceptado por un cliente que camina delante de mí, alguien que grita, que intenta hacerse oír por encima del ruido pero que solo aumenta el caos circundante.

El reloj avanza sin pausa, y el lugar se vacía. Mis compañeros y yo limpiamos las mesas y recogemos la basura que la clientela, que no sabe que existe un objeto llamado zafacón, ha arrojado al suelo.

Pocos minutos después, cruzo la calle y encuentro el vehículo de mi padre esperándome. Me acerco a la ventanilla y apoyo un brazo en el marco.

—El doctor te recomendó reposo, no debiste...

—Estoy cansado de estar sentado o acostado todo el día. Además, no puedo estar tranquilo sabiendo que sales del trabajo a estas horas. Hay mucho peligro en las calles.

—La parada del bus está a pocas cuadras.

—Pasaré cada noche —responde, decidido.

Me hace una seña para que me suba al coche. Obedezco.

—¿Cómo te fue? —pregunta en cuanto me subo al asiento del copiloto—. Me imagino que debes estar cansado, ¿verdad?

—Lo estoy. —Acomodo mi cabeza en el respaldo esponjoso—. Lo bueno es que obtuve mucha propina. Ahora entiendo mejor cuando llegabas tarde a casa y casi nunca tenías tiempo para compartir con nosotros.

—Estoy orgulloso de ti. No solo por esto, sino porque también eres un estudiante destacado. Deseo que te vaya bien en las olimpiadas. Recuerda que el hecho de ser elegido ya te hace un ganador.

Me regala una pequeña pero significativa sonrisa. Yo también sonrío. Sé que no tiene la más mínima idea de que sus palabras son como oxígeno.

Él arranca el coche y avanzamos por las calles. Las gotas de lluvia comienzan a deslizarse por el vidrio, y el parabrisas se activa. Es una noche que invita a dormir, a olvidar que existes. El semáforo cambia a rojo y nos detenemos. Froto mis ojos. El frenético ruido de bocinas es estresante. En casa es diferente; hay silencio y calma, que contrasta con el exterior.

—El té está listo —dice papá mientras sirve la bebida de jengibre en una taza y la deja en el mesón. Estoy del otro lado, sobre la silla alta—. Me dices si falta más azúcar.

Me quito la gorra anaranjada con el logo de una pizza con patas y doy el primer sorbo.

—Está en su punto.

Posa una mano en mi hombro y carraspea.

—Perdóname —cuatro palabras que salen con fluidez, cargadas de arrepentimiento—. Soy consciente de que me comporté muy mal contigo. No me detuve a entenderte, porque pensé que lo que sentías por la hija de Aarón era un capricho. Creí que sabía lo que era mejor para ti, pero nunca te pregunté cómo te sentías. Nunca me di cuenta de cuánto te dolía apartarte de lo que querías.

Mantengo la cabeza gacha, mis ojos perdidos en la bebida verdosa.

—Me preocupaba la reacción de tu abuelo. Solo buscaba protegerte. —Su tono, además de tristeza, sugiere que seguirá hablando—. No quiero que entre tú y yo ocurra lo mismo que con mi padre. No quiero que nos distanciemos.

Asiento ante sus explicaciones y le muestro mi decisión de bajar la guardia.

—Es cierto que me sentí solo; necesitaba que estuvieras a mi lado y me dijeras que me ayudarías, que no me juzgaras ni me hicieras sentir culpable por traicionar a nuestra familia. Pero también reconozco que no pensé en ti, en cómo te sentías. Debió ser duro enterarte de que yo estaba saliendo con la hija del principal sospechoso de la muerte de tu único hermano.

—Demasiado.

—Creo que... —Respiro y clavo la mirada en él, que me sostiene la vista—. Ambos fallamos. Reconocer nuestros errores es parte de ser humanos.

Azares del destino [Editando]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora