Prólogo

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Un cuarteto de mujeres distinguidas, que además no hablaban demasiado, se encargaban de preparar a una novia que estaba por casarse.

En ese momento una de ellas trabajaba en la negruzca y brillante cabellera de la novia... y ella, sin embargo, no parecía contenta en absoluto. Más bien, con su rostro inexpresivo ocultaba una ira silenciosa y abrumadora capaz de inundar la fría habitación.

―Que hermosa se ve... ―aduló la mujer con voz cantarina, con sus dedos hundidos en el negro cabello, sonriéndole al reflejo.

La novia se vio a sí misma, y le brillaron los ojos, pero no de emoción. Eran lágrimas. Cuando aquella tristeza amontonaba un millón de recuerdos. 

Bajó la mirada, recordaba perfectamente esa noche: Era acogida por los brazos del hombre que amaba, estaban escondidos bajo la sombra de una nave en el muelle. Él la besaba con una pasión desenfrenada, con un calor abrasador, y un deseo creciente bajo la ropa.

Entonces, se escuchó en aquel lugar solitario, en todo el puerto de los submarinos, una dulce e infantil vocecita diciendo:

Sé que estás aquí, mamá te está buscando. ―decía.


Justo en ese punto, ella volvió a sentir como la realidad le caía encima. Era igual de doloroso y mortal que los escombros de una montaña que se hacía pedazos. Se trataba de una terrorífica avalancha que quería sepultarla viva. El dolor era horrible y, ya incapaz de contenerlo, comenzó a llorar.

El recuerdo no dejaba de repetirse, una y otra, y otra vez.


Ella sabía que la niña iba a llegar hasta donde se encontraban escondidos, al lugar donde ardían de deseo y revivían el pasado. Iba a llegar, en cualquier momento. Por lo tanto, impetuosamente lo empujó lejos de sí, de su cuerpo encendido. Se arregló la ropa con nerviosismo y le dijo rompiendo en llanto:

Jamás podré dejar de odiarte. Debiste haberme dicho que nunca me darías esa felicidad... ―apretó los labios y frunció el ceño―. ¡Te vi... vi como la miras, como le sonríes, como la amas! ¡Me engañaste, jugaste y te divertiste conmigo! ¡Tú...! ―le tembló la voz, y lloró aún más porque el corazón se le estaba haciendo pedazos― Tú nunca me amaste... O al menos no tanto como yo a ti.


<< ¿Qué he hecho?... ¡Maldito sea el día en el que hice un trato con ese hombre! ¡Nunca debí verte de nuevo! ¿Cómo puedo casarme con alguien tan detestable mientras tú me miras? Debía ser contigo con quien iba a tener esta ceremonia... >> Se reprochó, arrepentida, y sintiendo el pinchazo de mil agujas en las paredes del pecho.

El dolor, la ira, la culpa, la tristeza... juntas eran una mezcla venenosa y corrosiva que le cerraba la garganta y le escocía los ojos. Decidida se miró al espejo, vio que las lágrimas se iban acumulando rápidamente, pero también que era cierto lo que decía la dama que la estaba preparando. Se veía como una mismísima musa de mármol. Una musa melancólica. 

La tiara sostenía el velo, ese que era especial y mágico, ese que sólo el novio podría quitar; el vestido era de las mejores telas, y  estaba bordado con hilos de oro puro, cubría sus brazos, su cuello, y desde su pequeña cintura caía con dos aperturas a los costados para dejar al descubierto sus hermosas piernas. 

El vestido era de un color que dependía de la luz: Mientras más iluminado esté parece de un azul aguamarina, mientras que si el ambiente es oscuro, toma un tono turquesa que realza los brillantes bordados de oro.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora