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HollowoakBeroola 57D, 8609

Estaba próximo el fin del otoño y los imponentes bosques, de un bronce carmesí, dejaron que el viento se llevara las últimas de sus hojas. Cuando todas habían caído a la tierra, esmaltaron los fríos suelos de tonos rojos, amarillos y ocres. Era una belleza genuina, digna de admiración, pero lamentablemente efímera.

Incluso antes de que el invierno se instalara del todo, su gélido aliento cristalizaba el rocío. Una blanca, y muy espesa neblina cubría la arboleda. No paraba de extenderse, crecía cada día desde lo profundo del bosque, y lo seguiría haciendo hasta que la nieve comenzara a caer y cubriera todo a su alcance durante el largo y cruel invierno.

La llegada de ese insensible invitado estaba prevista para varias semanas después, pero al parecer, la madre naturaleza había cambiado de opinión y tomó una decisión diferente para ese año. La niebla se había adelantado, y la blancura era tan abrumadora que caminar dentro de aquella densa nube era un disparate. La gente podría estar caminando directo hacia una muerte segura y no se enteraría hasta que fuera muy tarde. Tal y como le ocurrió a Richard O'Boile, el hombre no sabía que estaba el borde del acantilado y para cuando se giro buscando dar la vuelta... Ya estaba hecho pedazos y desmembrado, una caída brutal. Muerto y sin saber dónde, ni cuándo, ni por qué.

Lejos de ahí, el mercado resurgía y despertaba de su aburrido sueño. Los mercaderes armaban sus toldos, y los que tenían tiendas abrían las puertas y las ventanas. Se podía sentir la estruendosa algarabía que estaba por empezar, como todos los días, como siempre.

Al mismo tiempo que ellos, los malvados iban acechando desde que la noche había llegado a su fin, empezaban con el ánimo del día sus sucios y prohibidos convenios bajo el disfraz de un simple mercader con artículos inservibles. Brujos, muchos de ellos, cobrando por basura maldita o maleficios siniestros. Maestros del engaño y viles expertos que se ocultaban en medio de la gente como pobres diablos, lunáticos, o desamparados. Los mercaderes del bajo mundo y la perdición de los ingenuos.

Como era natural, los perros y los gatos deambulaban por las calles, las aves cantaban, las personas salían a trabajar, y los comerciantes ambulantes entraban y salían de la ciudad llevando carretas repletas de productos, había miles de ellos; era una ciudad muy movida. Y en el fondo, también muy salvaje... Un lugar donde el dinero fluye como agua, y si los ladrones estuvieran juntos parecerían un cardumen de sardinas.

Al otro extremo de la ciudad, aún más lejos del bosque y del mercado, sobre una loma se alzaba una muralla inmensa. Intimidante, magnifica, y aparentemente impenetrable... y no por las defensas que pudiera tener, sino por lo empinado y rústico de su ubicación. La muralla rodeaba por completo un bellísimo palacio, y también una hermosa villa de altos edificios que por encima de los muros asomaban confiadamente sus tejados color sepia y tabaco a la luz del sol.

La fortificación ondeaba al viento un emblemático estandarte de rojo, negro y plateado: La cobra de plata, los Kains.

La cobra era platina y se alzaba erguida, osada, en medio de una serpentina multitud color azabache. Demostraba poder con su mera peculiaridad, pero ni hablar de sus ojos profundos. Su brillante mirada amarillenta era como el oro, duro y reluciente.

Linaje. Poder. Deseo. Soberbia. Avaricia. Cada una de esas cosas estaban encarnadas en el emblema... encarnadas en esa serpiente.

Aquella ciudadela tenía un nombre: Kains Citadel. Era un nombre antiguo y extranjero. Una noble estirpe que con los años, y muchas generaciones también nobles, se había convertido en una poderosa influencia en Hollowoak. Los títulos de nobleza, la jerarquía, era una escalera que no dejaban de subir.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora