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Además de las esposas, Elaine tenía el Lasttime envolviendo su cuello. Era como una clase de látigo que era tan duro como el metal, y tan flexible como la tela.

Elaine sentía que lo único que podía hacer a merced era respirar, porque sólo caminar era un suplicio con pasos tan cortos y tan pesados por los grilletes en sus tobillos.

Después de que la desnudaran y la vistieran con las viejas y desgastadas prendas que llevaban todos, llegaron a la celda que resguardaba a las prisioneras con las que Elaine compartiría el destino.

Uno de los soldados saco un manojo de llaves y hurgó entre ellas para abrir la puerta. Todas eran iguales, pero de algún modo él sabía cuál buscaba.

Allí las miradas no faltaban. Eran observados desde todas las rendijas. 

Eran ojos glaciales que perseguían todo lo que se movía desde la tenebrosa penumbra. En esa oscuridad se escondían mujeres siniestras, asesinas, ladronas y malditas víboras sin ambiciones.

El resplandor del farol que llevaban los soldados sólo iluminaba la entrada de la celda. Las bisagras chirriaron horriblemente en cuanto se abrió la puerta, y le dieron paso a la nueva prisionera de un empujón bastante brusco. Injusto por la corta cadena en sus pies. Elaine sin posibilidad de recuperar el equilibrio se fue de bruces y se dio un de lleno en la cara al caer.

El soldado tuerto se limitó a esperar en el corredor y vio cómo su compañero la dejaba en el suelo. Luego, entró él y del cinturón descolgó un llavero que tenía dos lanzas diminutas, las llaves del lasttime, cuyos extremos eran diferentes: Uno tenía una esfera, y el otro un cono. Pequeños como la uña de un bebé. Tomó las esposas e introdujo la esfera sin que hubiera una abertura. Sólo lo atravesaba, como si funcionara con magia, y volvía a salir. Las esposas y los grilletes se abrieron, el hombre tuerto se las llevó. Sólo quedó aquel látigo rodeando su cuello. Cerraron la ruidosa puerta y se fueron.

Los minutos pasaron rápidamente y las mujeres, ya aburridas, se volvieron a dormir. Elaine seguía tendida en el mismo lugar, inmóvil. Sin embargo, había un par entre las prisioneras que perdían el sueño por la gran curiosidad que perturbaba sus sueños.

―¡Vera... Vera! ―susurró una de ellas.

― ¿Lo ves? No es Vera. Es muy delgada y escuálida para ser ella. Trajeron a otra para remplazarla. ―dijo la otra.

―No me digas ―replicó sarcásticamente la más regordeta y tosca―. Que chiste, secuestraron a alguien.

― ¿Te parece raro?... ―inquirió la de cabello pálido― Pues, esta cara no la he visto en ningún cartel de recompensa ni en los periódicos. Buscada no es.

Elaine cerró los ojos, estaba empapada en sudor, y con un tono siniestro y amenazador, dijo:

―Aléjense de mí, bastardas.

― ¡Ay, pero que grosera! ―criticó con amargura la de feo cabello.

―Bueno, si es tan ruda como Vera, las otras no la joderán mañana. ―se reía la gorda escandalosamente.

― ¡Cállate Gastal! ―gritó una de las prisioneras de la celda de enfrente, quien se había despertado con su risa― ¡Maldita sea!

Durante la mañana siguiente, el capitán hablaba con los marineros, planificaba los destinos próximos: Tres lotes y una última entrega.

―De acuerdo, señores... Para empezar vamos a desembarcar las criadas para un hombre llamado Billy Docs; él pagará veinticinco monedas de plata por cada una, ni más ni menos.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora