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Más tarde, por los solitarios pasillos del palacio cruzó una mujer, vivaz y esbelta. Sus cabellos eran negros, muy largos, y ligeramente ondulados. Vestía como era habitual, lo suficientemente cómoda, lo bastante resistente como para no quedar desnuda en un combate, y lo bastante elegante como para resaltar su gran belleza.

También tenía un hábito mañoso: Caminaba en rotundo silencio... como si fuera una aparición. Sus pasos simplemente no eran audibles. Radicalmente sigilosa. Era Elaine Roy, el guardian de la hija del Conde Kains.

Leía una carta despreocupadamente y no perdía el ritmo aún cuando no miraba el camino. La carta llevaba colgando de la parte superior un sello de lacre plateado.

Entonces, luego de casi terminar el texto, su rostro dejó de mostrarse sereno e impávido. Su respiración tomaba fuerza, se amargaba lentamente. Cada palabra plasmada en ese papel causaba una incomodidad enorme, como un mal sabor de boca.

La mujer se detuvo a la mitad del corredor con la carta entre las manos, y aún sin terminarla, dejó de leer. Vaciló un instante, y un gruñido bañado de ira se ahogó en el fondo de su garganta. Su mirada fría estaba paralizada ciegamente en pensamientos grotescos. Estaba sumida en una repentina desesperación.

<< ¿Ahora qué hago? >> Se preguntó a sí misma.

Frunciendo el entrecejo, sintió como la cólera una vez más le daba una estocada al corazón. Con indignación alzó la mirada, resopló. Se limitó a terminar el texto, pero se vio interrumpida debido a que el lacre estaba derritiéndose y manchando el texto. Confundida, miró como caía convertida en una masa viscosa al suelo.

¡FUSH!

La carta comenzó a arder en llamas, y Elaine la arrojó por reflejo después de quemarse las manos.

― ¡Qué maravilla! ―exclamó irónica, con una mueca de dolor y agitado la mano que más contacto tuvo con el fuego― Mierda... ―bufó, y pensó en voz alta―: Bueno, no era la mejor carta que me han enviado en mi vida, así que, está mejor así. Tengo el mensaje a medias, pero... creo que fue suficiente.

Se echó a andar hacia la cocina tal como y lo hacía desde el principio. Endureció las facciones y no se molestó en caminar con ninguna suavidad, sus pasos retumbaban haciendo eco en cada rincón.

Poco después un trío de sirvientas pasó por el mismo corredor y comenzaron a exclamar entre sí enojadas:

¿Quién habrá sido el demente que hizo éste desastre? ―Decían después de haber visto las cenizas y el lacre derretido en el suelo.

A juzgar por el ruido que venía de la cocina, resultaba fácil suponer la inquietud que había allí dentro... y eso, era una verdadera sorpresa ya que sólo había dos cocineros esos días. El resto, que no eran muchos de todos modos, se encontraban con el Conde Kains como miembros de su séquito durante el viaje.

A fin de cuentas, el culpable del bullicio era un muchacho, un joven de unos diecinueve años, un cocinero llamado Jonathan. Era larguirucho y de aspecto macilento. Su rostro era delgado, rectangular, y estaba inundado de pecas. Sus grandes ojos de color melaza daban la impresión de que estaba alerta a cada rato; de vez en cuando alzaba la mirada, echaba un ojo al rededor y luego continuaba. Tenía la cara reluciente, perlada de pequeñas gotas de sudor que al cabo de un rato se le almacenaban en la frente y la nariz de botón.

Llevaba una camisa café de manga larga que se había arremangado hasta los codos, y que en el pecho estaba plagado con todo tipo de manchas porque se sentía incomodo con un delantal. Y aunque hubiera querido mantenerla sin más salpicaduras, empolvadas, embarradas, y todo lo que pudiera mancharla más, como debía usar ambas manos en diversas tareas terminaba limpiando su sudor con los hombros... la pobre camisa qué no tenía, y una lavada no iba a bastar para regresarla a la normalidad.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora