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En el tercer piso, su destino era la segunda habitación de puerta doble. Esa habitación se encontraba en frente de una de las cuatro ventanas que daban al jardín del patio principal... y aquella ventana, tenía la parte inferior hecha añicos. En el suelo había vidrio a montones, como también había fragmentos que quizá habían caído al exterior.

Elaine inspeccionó todo lo que estuviera en el piso, pegado al muro, e incluso colgado en el techo. Pudo determinar que no había sido un ataque, claro que no lo era... No podía. El impacto había sido desde el interior. Entonces, furiosa, murmuró:

―Un día... ¡Uno, en el que no hago una inspección!... ¿Y qué encuentro? una ventana rota. ¿Por qué debería preocuparme? ―hablaba consigo misma arrugando cada vez más el entrecejo― Sí, ¿por qué debería? Es tan madura, precavida, y atenta. ¿Romper una ventana?... No, no sería capaz la dulce flor del Conde. ¡En lo absoluto! ¡Para nada que debería estar preocupada! ―bufó alzando la voz, procurando ser escuchada por la culpable―. ¡Todo lo contrario, debería estar orgullosa de que tiene los brazos de... ―rugió para no continuar la frase.

Una vez delante de la puerta tocó con la aldaba. Era de acero y en el aro tenía dos serpientes enroscadas.

El contacto metálico retumbó en la madera:

¡Clank, Clank, Clank, Clank!

No hubo un ningún sonido, ni una respuesta desde el otro lado de la puerta, sólo eco. Cualquier persona con sentido común pensaría que no hay nadie tras esa puerta. Sin embargo, Elaine se sacó una llave del bolsillo y deslizó el pestillo, pero cuando intentó abrir descubrió que estaba cerrada desde adentro con... una barricada, seguramente.

Con tal afirmación, sentenció con firmeza:

―Ema ―llamó con voz irreverente―, abre la puerta.

Después de un largo segundo plantada frente a la puerta, la persona en el interior reaccionó ante su voz temiendo por instinto la ira que le vendría encima si no mostraba sensatez. Sabía que eso no era una barrera capaz de detenerla, no a Elaine.

Se oyeron pisadas, tacones, y como iba moviendo cosas con mucha prisa. De pronto un quejido, luego un gruñido, y finalmente el impacto de un objeto... o dos.

Las puertas se abrieron.

Al otro lado, había una joven de cabellos rojizos y tez pálida que poseía un consternado ataque furia. Y según lo que indicaba la drástica mirada con la que fulminaba a su guardián, Elaine era la responsable de esa rabia que ardía como el mismo sol.

― ¡Me lo ocultaste! ―chillo con lágrimas fogosas y un rotundo ceño fruncido―. ¡Lo sabías! ¡Tú único deber es protegerme! ¿Por qué no me cuidaste de esto? ¿Por qué me lo ocultaste? ―gritó violentamente.

Elaine miró el interior de la habitación, y pudo observar que sobre la mesita de la pequeña sala había una bandeja llena de comida, fría y que no había sido tocada ni poquito. A un costado había un libro que estaba abierto y abandonado boca abajo con rudeza, con las hojas aplastadas. Ema lo había estado leyendo, y en definitiva, lo había arrojado ahí con la misma rabia que en ese instante le enrojecía la cara.

Para Ema, leer era su método para desvanecerse de la realidad, ignorar el mundo que la rodeaba, y dedicar la ley del hielo a toda persona que se le antojara; pero también, su pasatiempo para cuando se confinaba a voluntad propia. Que estuviera ahí, de esa forma... maltratado, decía mucho de su estado emocional.

―Espero... ―previno Elaine― una disculpa. No te permito que me grites, Ema. Y dadas las circunstancias, me parece que has estado suponiendo algunas cosas. ―comentó Elaine, ignorando por completo la queja y el mal carácter de la joven. Estaba serena, fría como un tempano― ¿Se puede saber por qué demonios has quebrado la ventana?

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora