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Bosque Aberrante

Beroola 58D, 8609

El corcel de Elaine dobló en dirección a un árbol muy viejo, uno que tenía grandes raíces que se asomaban haciendo arcos en el piso. 

Ella estaba bajando del caballo cuando escuchó un traqueteo acosador entre las raíces. El corcel también lo notó con rapidez y comenzó a menear la cabeza, como avisando a su jinete, quien sostenía las riendas, que no le agradaba ni una pizca como ese molesto ruido se iba acercando. Y la cosa que causaba ese sonido también poseía un hedor insoportable; era obvia su presencia a dos de cinco sentidos.

Elaine, se mantuvo serena junto al caballo tironeándolo de las riendas y palmeándole el cuello con la otra mano para tranquilizarlo.

El traqueteo que escuchaban era el sonido que producían las delgadas patas de un insecto, un parásito que caminaba sobre las hojas secas y se abría paso por los arcos grandes y pequeños a los pies del árbol. Era grande, por lo que Elaine lo encontró con la mirada fácilmente.  La cosa se disponía con todo su esmero a llegar hasta el caballo y alimentarse de él como nunca antes. Pues, sí, no era un bicho muy inteligente y los animales grandes... se deshacían de ellos matándolos, o tomando su distancia. Sin embargo, a razón de que el caballo permanecía inmóvil quería tomar la oportunidad; ese acto, conduciría al animal a la muerte si lograba morderlo porque dejaría sus huevecillos y se lo comerían desde adentro.

Tomaba forma a medida que se acercaba: Traslucido, rojizo, con gruesas membranas bermellón en todo el exoesqueleto, y las seis patas larguiruchas. Dando un brinco se aferró a la pata trasera del animal y escaló cuesta arriba. La asquerosa sensación que dejaba las gélidas extremidades del insecto perturbó la calma del corcel, relinchó y se agitó desenfrenado, febril.

Elaine, más fuerte de lo que lograba aparentar, con bastante esfuerzo mantuvo al caballo con la cabeza gacha halando de las riendas. Pero, entre los tirones y el miedo del animal, ella tuvo temor de romperlas porque el pobre caballo no dejaría de encabritarse hasta que no le quitara de encima el insecto. El parásito era de buen tamaño, con uno, o dos kilos de puro estómago, y aprovechándose la conmoción se apresuró a darse un festín de caliente sangre fresca.

―Sucios parásitos... ―masculló Elaine al derribarlo de un manotazo.

Soltó un gemido por la peste nauseabunda. El hedor era insufrible, peor que el olor a muerte. Se olisqueó la mano e hizo una mueca en cuanto supo que se le había pegado el hedor. Y de la ira, cuando el bicho cayó en seco, lo envió aún más lejos de un punta pie. Entonces las risitas de los duendes parecían haberse llenado más de diversión.

―Ustedes no deberían reírse demasiado. ―bufó ella con una mueca arrogante.

Ataba las riendas al árbol cuando el rostro fantasmal de un espectro surgió de la madera, sí, desde el interior; era negruzco, como la sombra que era.

Su esquelética sonrisa y sus cuencas vacías brillaban con una blancura acendrada. Sus dientes, parecían agujas y eran incontables. Ese a diferencia de otros, no lucia astas como los venados negros para aterrar a la gente, sino, sólo una peculiar sonrisa: bastante grande y muy, muy burlona.

Elaine sintió la frialdad que liberaba su tenebrosa respiración, e impávida se volvió hacia él. Y éste le dijo:

― ¿Por qué...? ―musitó con su anómala voz, y lo repitió nuevamente al tiempo que ella lo encaró sin inmutarse― ¿Por qué debería yo escuchar a una mujer humana?

Rió igual que una hiena, y el resto de los duendes también. Pero Elaine ni siquiera separó los labios. Dejaba su frío mirar posado en el bufón fantasmal. Y viendo que ella no manifestaba nada, absolutamente nada, añadió:

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora