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Kains Citadel

Beroola 58D, 8609

Esa mañana el cielo estaba nublado aún, completamente gris. Centelleaba de vez en cuando, sin embargo, sólo había una llovizna indefinida.

El frío era terrible, y los guardias nocturnos que estuvieron merodeando desde altas horas de la madrugada, sufrían de temblores incontrolables ante tales condiciones.

En las casas parecía todo lo contrario a que no hubiera nadie, había luces, había fuego que se mantenía encendido de alguna forma y tratando de sobrevivir lejos de la chimenea debido a la lluvia; eran fuentes de calor para apaciguar el maltrato natural del invierno. En el caso de los edificios altos, los cristales de sus ventanas, estaban ligeramente congelados o empañados. Nadie salía, ¿para qué? ¿Para morir congelados? Esa llovizna era leve, pero también terriblemente mortal. 

El lugar en donde se podían ver personas en movimiento a pesar de todo lo que acontecía, era en la famosa y grande mansión del Caballero jubilado, Conan Towerwyn. Allí estaban siendo acogidos muchos de los evacuados de la ciudadela. Encontraron tranquilidad y calor en ese lugar, hasta el punto de terminar olvidándose poco a poco de los no muertos. Aceptando que todo estaba bien.

Conan Towerwyn en su oficina tenía un balcón muy elegante por donde solía mirar el palacio, la ciudadela de los Kains, y aún con la gélida brisa que calaba hasta los huesos, esa que era capaz de matar, se encontraba allí. De pie, sereno y observando como llegaban las personas en multitudes a su mansión. Con el revuelo entre los guardias nocturnos, se preguntó:

<< ¿Y es que nadie me va a informar que sucede? >>

Era un hombre silencioso con aversión a los desastres.

Las altas temperaturas y la constante precipitación tenía todo en pausa en la ciudad, incluyendo a los brujos y bandidos de la noche, como si las lluvias tenían al mundo dormido, porque incluso los animales estaban en silencio y muy quietos.

Era de madrugada y a penas habían pasado poco más de tres horas cuando Elaine reaccionó de un profundo sueño. Se estiraba con los ojos aún cerrados, suspirando porque volvía a estar despierta y no había rastros del sol. Con su mano palpó la cama en la oscuridad, y descubrió de esa forma que Louvel no estaba.

Abrió los ojos y pesadamente, sentada en la cama, estiró el brazo para encender la luz y observó la habitación. Sin duda, se había ido. No escuchaba absolutamente nada.

Fue al baño, se lavó la cara, los dientes y se dio una ducha todavía y cuando el agua la hizo dar chillidos. Cuando estaba terminando de vestirse, Louvel regresó, un poco ansioso y con comida. Traía en una bandeja un tazón de pan en rebanadas, un frasco con mermelada de durazno que traía una pequeña cuchara de porcelana, una jarra de agua y un vaso de vidrio.

― ¿Pan y mermelada...? ―murmuró ella en cuanto vio lo que traía.

―Sí, perdón. Fue lo primero que encontré, pensaba en algo que pudieras comer rápido.

Estaba serio, demasiado serio, en su voz se percibía la inquietud.

― ¿Y por qué la prisa? ―inquirió ella untando la mermelada en una rebanada y dándole un buen bocado.

―Está pasando algo afuera ―respondió con el ceño fruncido y aires de angustia―. Los guardias están por todos lados tratando de liquidar a unas personas dentro de los alrededores.

― ¿Qué, qué personas? ¿Por qué? ―se alarmó― ¿Cómo lograron entrar? ―cuestionó confusa. Su nivel de preocupación lograba ocultarlo al concentrarse en saciar su hambre, engullendo rebanada tras rebanada.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora