29

2 0 0
                                    


En el barco rojo, bajo la cubierta, no sólo había tres habitaciones: La del capitán, la de los marineros, y los guardias... sino que también era una prisión de alta mar, había una centena de celdas completamente llenas de criminales de toda clase.

Esa noche, el capitán ni los soldados habían descendido, estaban ocupados, reunidos con las tres mujeres que se habían escapado esa mañana. Observaban como temblaban por el frío insoportable de una noche en el mar con nada más que blusas de lino, unas que eran largas y le llegaban a los muslos y sólo se ceñían a sus cuerpos por las cadenas que las rodeaban. No llevaban nada más. Nada. Solían contemplar con una sádica diversión como la brisa llena de agua salada les revolvía los cabellos y las desnudaba ante sus ojos cuando aquel trozo de tela mojada se adhería a sus pieles.

El barco se mecía, las ola rugían a su alrededor y la brisa parecía querer arrancarle el abrigo al Mayor Homelyk también.

―En lugar de humillarme de esta manera... pudieron haberme matado ―reclamó con frialdad una las tres―. Me hacen un gran favor. Si son tan hombres, tan humanos, podrían escucharme. Si no, no habrá nada que los haga diferente a un bulto de asquerosos animales. Bestias inmundas. ―rugió con la voz quebrada en dolor.

Uno de los soldados, el que estaba a la derecha del Mayor, gruñó de rabia y a paso decidido fue hasta donde estaba ella y le dio una bofetada. La mujer perdió hasta el aliento por el golpe, se desplomó y sus gemidos fueron opacados por el tintineo de las cadenas cuando se llevó las manos a la cara.

― ¿Qué es lo que pasa contigo? ―le recriminó el Mayor con el ceño fruncido y un tono de voz frío, insensible. Él sabía que ella era una de las que fueron abusadas el día anterior, pero se limitó a seguir las formalidades. La revisó y añadió―: Ven... ¿Ves esto? Mañana puede que tenga un tono verdoso, quizá violáceo, esa es la prueba de lo que acabas de hacer. Dinero tirado por la borda... Tu impulsividad tiene consecuencias, esta es una, su precio bajará... 

Todos vieron como lo miró a los ojos, con cuanta crueldad, y parecía que pestañear no era algo que necesitara el Mayor. Vieron como sujetó firmemente la muñeca del soldado, hurgó en el interior de su abrigo y, antes de que alguno sintiera pena por aquel hombre, escucharon al soldado llorando de dolor, arrodillado a los pies del Mayor y con una daga atravesando de lado a lado su palma. Entonces, el Mayor le dijo:

―Y esta, es la otra: Mi intención es que no olvides nunca, de verdad, nunca... Que a las mujeres no se les toca. No en mis narices. Si vas a golpearlas por decirte lo primero que se les cruza por la cabeza, yo mismo te arrojaré al mar. Ellas son nuestro dinero, si las lastimas dile adiós a tu paga, o a tu polla... ―sacó de un movimiento la daga y la arrojó al suelo, asqueado, y se limpió la mano con un pañuelo que saco de uno de sus bolsillos― De consuelo, tú mismo vas a tirar todo el licor que hay en este barco, así podrás evitar una infección. ―Alzó sus ojos, desafiantes, y como si fuera una orden vociferó―: Nadie beberá una sola gota de alcohol en este barco de nuevo. Estas mujeres huyeron porque estaban hundidos en una maldita tranca, ninguno fue capaz de notarlo, ni evitarlo. Mi barco, mis reglas. El que quiera ser un alcohólico incompetente, que se baje, vaya a un bar, y no vuelva.

―Me disculpo, Señor. Juro que... no volveré a tocarles ni un cabello. ―contestó el hombre, cabizbajo y tembloroso― Pero... por favor...

―No sabes tratar a una mujer ―dijo el Mayor con su autoritaria voz, completamente inexpresivo. Se volvió y miró a las tres mujeres, suspirando―. No sé en qué momento se ensució tanto, pero cambien a esa... está ensangrentada y asquerosa.

― ¿Mujer, esto? ―cuestionó otro de sus hombres, era tuerto― Señor, son monstruos, homicidas, ladronas, y cualquier barbarie que se le ocurra. Pero no una mujer que merezca respeto. Eso es lo que tenemos en este barco. Estas viles criaturas están aquí para evitar la ejecución, hicieron un contrato con las autoridades de las ferias inmortales ―escupió con desdén y una mueca―. ¿Qué importa el respeto? Mire, esta de la que usted habla, la sucia ―señaló a Elaine―, mató a dos hombres para escaparse. Un desgraciado que se cruzó en su camino y uno de los nuestros, lo quemó hasta la muerte en una explosión. Es bruja ¿no?

Los hombres murmuraron entre sí. Tenía razón. Sin embargo, el Mayor lo observo con una expresión que se podía leer como... ¿Aburrimiento, frialdad?

― ¿El distrito de la manía? ―preguntó el que estaba al costado de aquel tuerto, con asco― Este rostro angelical debe esconder un mar de desgracia si va a parar en un lugar como ese. Es una asesina bastante bonita. ―se lamentó.

― ¿Ella es del grupo de las ferias? ―quiso saber el Mayor, entrecerrando los ojos meditabundo― Entiendo. Quizá por eso quiso huir con tanta desesperación. ―pensó en voz alta. Luego se dirigió al hombre tuerto diciendo―: ¿Alguna vez escuchaste la historia del hombre que pagó un precio incalculable sólo para ser hermoso?

―Eh... No, señor. ―respondió él arqueando la ceja que era atravesada por una blanca y profunda cicatriz. 

―Bueno...Cuando descubres que ese hermoso rostro era una sólo una mascara que se ha usado con descaro y soberbia pones en evidencia que es un engaño silencioso y excesivamente cruel lo que tienes delante de ti. A quienes la mascara de Gray seduce, pagan un alto pecio. Es tan elevado que lo pierden todo... por ingenuos. Eso dice un colega de este negocio, y lo que yo pienso al respecto es que la belleza es sólo la portada del libro. Quizá te maraville, pero puedes terminar descubriendo que allí no hay nada más que pura mierda.

Buscó en sus bolsillos y sacó un tabaco, lo encendió como pudo cubriéndolo con su mano, y le dio una larga y profunda calada. Después, finalmente, dijo:

―Llévenlas a bajo, pero a esa... ―miró a Elaine― no le quiten el Lasttime, ni cuando le cambien la ropa, ni cuando la entreguemos.

―Sí, señor. ―respondieron casi al unísono los hombres que las llevarían a sus celdas.

Al instante el Mayor bajó a su habitación y no se le volvería a ver hasta el amanecer. Luego de eso, los subordinados que había dejado atrás en cubierta, tomaron por los brazos a las mujeres y le colocaron esposas de metal Buquek, el más fuerte y costoso de todos.

Cuando fueron por Elaine, ella no se levantaba.

― ¿Qué diablos?... ¡Anda, párate! ―le gritó el hombre.

―Está pálida y tiembla mucho... ¿Estará enferma? ―preguntó el tuerto desconfiado cuando fue a ayudarlo.

―Drogada querrás decir... ―respondió, pujando para levantarla del suelo―, si no es eso, entonces no importa. Puede que quiera engañarnos aún.

―Sí, claro. ―se carcajeó el tuerto con su horrorosa risa― ¿Y qué, se lanzará por la borda? ¿Nadará hasta tierra firme desde aquí? Estás pensándolo demasiado pedazo de idiota.

Elaine tenía agitada la respiración y los labios pálidos. Dejaba la mirada clavada en el piso, y por nada del mundo se atrevía a mirar a su alrededor.

―Si no fueras tan bonita, creo que Palm te llevaría arrastrada a tu celda. ―comentó el tuerto con una amplia y fea sonrisa.

La sonrisa se les borró y se convirtió en una mueca cuando Elaine vació su estomago en el piso. Los hombres gritaron, y de nada sirvió, porque tras mecerse en temblores Elaine se desmayó.


Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora