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―Te vas a dormir ahí a este ritmo, ve y como puedas haz el pan. Eso te mantendrá ocupado y te ayudará a estar despierto. Falta poco, te podrás ir a dormir en cuanto termines lo que te mando. El resto es simple y lo puedo hacer yo.

―De acuerdo... pero ¿qué es lo que falta? ―preguntó― Te ayudo con eso y después voy a morirme unos dos días ―bromeó, pero el chiste le salió más insípido de lo previsto.

En sensata respuesta, Gelsey le relató los platillos que usarían para el banquete de esa tarde, uno a uno hasta estar seguro de que el chico lo entendía al derecho, al revés, e incluso al azar.

Jonathan se emocionó un montón cuando ella mencionó las tartas. Llegó a preguntar si serían de fresa, pero en respuesta recibió fue un rotundo no junto con un regaño:

―Ni se te ocurra comerte alguna. Ni las mires. Mis pequeños corazones aún deben crecer ―espetó ella en tono de advertencia―. Estarán perfectas para la semana que viene, justo para fin de año. ―Lo apuntó con el dedo índice y aires amenazadores― Las tengo contadas.

―Eso no es verdad ―se burló él.

El sol de la mañana iluminaba la sala con calidez, sus rayos al asomarse por las dos grandes ventanas volvían inútiles los faroles y las velas que permanecían encendidas.

Esas ventanas tenían una buena vista al pozo y al patio de armas. El patio, era un lugar habitualmente tranquilo, o sólo... no tan desastroso. No como en ese momento, que se encontraban hombres luchando con espadas a quemarropa. Sin protección alguna. No era precisamente un entrenamiento, era más... un duelo. Y tenía muchos espectadores.

De pronto, alguien abrió las altas y pesadas puertas de roble de la cocina, chirriaron las bisagras y una bella mujer se introdujo en la cocina.

―Buenos días. ―saludó Elaine dulcemente mientras atravesaba el umbral, con sus labios de fresa curvados en una sonrisa.

Cerró las puertas a sus espaldas de un empujón, y dejando la amargura bien guardada en un bolsillo, se portó muy alegre. A Gelsey primero le dio un abrazo, y después con ternura le dio un beso sobre la cabellera gris ceniza.

―Buenos días, cariño. ―respondió Gelsey con asombro y acariciándole el brazo con su mano.

A la izquierda del umbral estaba el agujero cúbico de la ostentosa cocina y el horno cuyo fuego abrasador estaba encendido; Jonathan cerró la pequeña puerta de acero del horno, se volvió y sonrió con alegría rebuscada. No quería darle mala cara a Elaine.

― ¡Hola! ―saludó él, con las mejillas rojas por el calor del horno.

Antes de acercarse se limpió superficialmente las manos con el delantal, cosa que se colocó algo tarde y que no sirvió de mucho. Tenía el dorso de las manos blancas de harina, y con los hombros se secó la frente y la nariz sudorosa, luego comentó:

―Me asombra verte por aquí, o al menos hoy... supongo. ―dijo amablemente, a juzgar por la ropa que ella traía― ¿Saliste al pueblo y acabas de volver, o a la villa?

Elaine llevaba el tipo de ropa que suele usar cuando quiere montar a caballo: una blusa blanca de mangas largas y holgadas, sobre ella un elegante chaleco marrón estampado, ceñido, abotonado y con un cinturón negro. Brazales de cuero negro que sostenían las holgadas mangas, pantalones negros y botas altas del mismo color.

Llevaba el cabello suelto, y eso era lo extraño, porque solía usar un moño cruzado todos los días, sin falta.

Se veía en su cuello una de esas marcas que ella tenía repartidas por el cuerpo, ¿podía ser un grabado, un tatuaje quizá? Era oscura como la brea e imposible de ignorar. Con frecuencia ella la ocultaba de alguna forma, evitaba que estuviese a la vista la mayor parte del tiempo. Pero, al parecer esa mañana tampoco se había encargado de eso.

Alma castigada - Hilos del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora