Perspectiva HARRY POTTER
Haciendo un considerable esfuerzo para acordarse de todas estas cosas, Harry
cogió un pellizco de polvos flu y se acercó al fuego. Respiró hondo, arrojó los polvos
a las llamas y dio unos pasos hacia delante. El fuego se percibía como una brisa
cálida. Abrió la boca y un montón de ceniza caliente se le metió en la boca.
—Ca-ca-llejón Diagon —dijo tosiendo.
Le pareció que lo succionaban por el agujero de un enchufe gigante y que estaba
girando a gran velocidad… El bramido era ensordecedor… Harry intentaba mantener
los ojos abiertos, pero el remolino de llamas verdes lo mareaba… Algo duro lo
golpeó en el codo, así que él se lo sujetó contra el cuerpo, sin dejar de dar vueltas y
vueltas… Luego fue como si unas manos frías le pegaran bofetadas en la cara. A
través de las gafas, con los ojos entornados, vio una borrosa sucesión de chimeneas y
vislumbró imágenes de las salas que había al otro lado… Los emparedados de beicon
se le revolvían en el estómago. Cerró los ojos de nuevo deseando que aquello cesara,
y entonces… cayó de bruces sobre una fría piedra y las gafas se le rompieron.
Mareado, magullado y cubierto de hollín, se puso de pie con cuidado y se quitó
las gafas rotas. Estaba completamente solo, pero no tenía ni idea de dónde. Lo único
que sabía es que estaba en la chimenea de piedra de lo que parecía ser la tienda de un
mago, apenas iluminada, pero no era probable que lo que vendían en ella se
encontrara en la lista de Hogwarts.
En un estante de cristal cercano había una mano cortada puesta sobre un cojín,
una baraja de cartas manchada de sangre y un ojo de cristal que miraba fijamente.
Unas máscaras de aspecto diabólico lanzaban miradas malévolas desde lo alto. Sobre
el mostrador había una gran variedad de huesos humanos y del techo colgaban unos
instrumentos herrumbrosos, llenos de pinchos. Y, lo que era peor, el oscuro callejón que Harry podía ver a través de la polvorienta luna del escaparate no podía ser el callejón Diagon.
Cuanto antes saliera de allí, mejor. Con la nariz aún dolorida por el topetazo,
Harry se fue rápida y sigilosamente hacia la puerta, pero antes de que hubiera salvado
la mitad de la distancia, aparecieron al otro lado del escaparate dos personas, y una de
ellas era la última a la que Harry habría querido encontrarse en su situación: perdido,
cubierto de hollín y con las gafas rotas. Era Draco Malfoy.
Harry repasó apresuradamente con los ojos lo que había en la tienda y encontró a
su izquierda un gran armario negro, se metió en él y cerró las puertas, dejando una
pequeña rendija para echar un vistazo. Unos segundos más tarde sonó un timbre y
Malfoy entró en la tienda.
El hombre que iba detrás de él no podía ser sino su padre. Tenía la misma cara
pálida y puntiaguda, y los mismos ojos de un frío color gris. El señor Malfoy cruzó la
tienda, mirando vagamente los artículos expuestos, y pulsó un timbre que había en el mostrador antes de volverse a su hijo y decirle:—No toques nada, Draco.
Malfoy, que estaba mirando el ojo de cristal, le dijo:
—Creía que me ibas a comprar un regalo.
—Te dije que te compraría una escoba de carreras —le dijo su padre,
tamborileando con los dedos en el mostrador.
—¿Y para qué la quiero si no estoy en el equipo de la casa? —preguntó Malfoy,
enfurruñado—. Harry Potter tenía el año pasado una Nimbus 2.000. Y obtuvo un
permiso especial de Dumbledore para poder jugar en el equipo de Gryffindor. Ni
siquiera es muy bueno, sólo porque es famoso… Famoso por tener esa ridícula
cicatriz en la frente…
Malfoy se inclinó para examinar un estante lleno de calaveras.
—A todos les parece que Potter es muy inteligente sólo porque tiene esa
maravillosa cicatriz en la frente y una escoba mágica…
—Me lo has dicho ya una docena de veces por lo menos —repuso su padre
dirigiéndole una mirada fulminante—, y te quiero recordar que sería mucho más…
prudente dar la impresión de que tú también lo admiras, porque en la clase todos lo ven como el héroe que hizo desaparecer al Señor Tenebroso… ¡Ah, señor Borgin!
Tras el mostrador había aparecido un hombre encorvado, alisándose el grasiento
cabello.
—¡Señor Malfoy, qué placer verle de nuevo! —respondió el señor Borgin con una
voz tan pegajosa como su cabello—. ¡Qué honor…! Y ha venido también el señor
Malfoy hijo. Encantado. ¿En qué puedo servirles? Precisamente hoy puedo
enseñarles, y a un precio muy razonable…
—Hoy no vengo a comprar, señor Borgin, sino a vender —dijo el padre de
Malfoy.
—¿A vender? —La sonrisa desapareció gradualmente de la cara del señor Borgin.
—Usted habrá oído, por supuesto, que el ministro está preparando más redadas —
empezó el padre de Malfoy, sacando un pergamino del bolsillo interior de la chaqueta
y desenrollándolo para que el señor Borgin lo leyera—. Tengo en casa algunos…
artículos que podrían ponerme en un aprieto, si el Ministerio fuera a llamar a…
El señor Borgin se caló unas gafas y examinó la lista.
—Pero me imagino que el Ministerio no se atreverá a molestarle, señor.
El padre de Malfoy frunció los labios.
—Aún no me han visitado. El apellido Malfoy todavía inspira un poco de respeto,
pero el Ministerio cada vez se entromete más. Incluso corren rumores sobre una
nueva Ley de defensa de los muggles… Sin duda ese rastrero Arthur Weasley, ese
defensor a ultranza de los muggles, anda detrás de todo esto…
Harry sintió que lo invadía la ira.
—Y, como ve, algunas de estas cosas podrían hacer que saliera a la luz…
—¿Puedo quedarme con esto? —interrumpió Draco, señalando la mano cortada
que estaba sobre el cojín.
—¡Ah, la Mano de la Gloria! —dijo el señor Borgin, olvidando la lista del padre
de Malfoy y encaminándose hacia donde estaba Draco—. ¡Si se introduce una vela
entre los dedos, alumbrará las cosas sólo para el que la sostiene! ¡El mejor aliado de
los ladrones y saqueadores! Su hijo tiene un gusto exquisito, señor.
—Espero que mi hijo llegue a ser algo más que un ladrón o un saqueador, Borgin
—repuso fríamente el padre de Malfoy.
Y el señor Borgin se apresuró a decir:
—No he pretendido ofenderle, señor, en absoluto…
—Aunque si no mejoran sus notas en el colegio —añadió el padre de Malfoy, aún
más fríamente—, puede, claro está, que sólo sirva para eso.
—No es culpa mía —replicó Draco—. Todos los profesores tienen alumnos
enchufados. Esa Hermione Granger mismo…
—Vergüenza debería darte que una chica que no viene de una familia de magos te
supere en todos los exámenes —dijo el señor Malfoy bruscamente.
—¡Ja! —se le escapó a Harry por lo bajo, encantado de ver a Draco tan
avergonzado y furioso.
—En todas partes pasa lo mismo —dijo el señor Borgin, con su voz almibarada
—. Cada vez tiene menos importancia pertenecer a una estirpe de magos.
—No para mí —repuso el señor Malfoy, resoplando de enfado.
—No, señor, ni para mí, señor —convino el señor Borgin, con una inclinación.
—En ese caso, quizá podamos volver a fijarnos en mi lista —dijo el señor
Malfoy, lacónicamente—. Tengo un poco de prisa, Borgin, me esperan importantes
asuntos que atender en otro lugar.
Se pusieron a regatear. Harry espiaba poniéndose cada vez más nervioso
conforme Draco se acercaba a su escondite, curioseando los objetos que estaban a la
venta. Se detuvo a examinar un rollo grande de cuerda de ahorcado y luego leyó,
sonriendo, la tarjeta que estaba apoyada contra un magnífico collar de ópalos:
Cuidado: no tocar Collar embrujado.
Hasta la fecha se ha cobrado las vidas de diecinueve
muggles que lo poseyeron.
Draco se volvió y reparó en el armario. Se dirigió hacia él, alargó la mano para
coger la manilla…
—De acuerdo —dijo el señor Malfoy en el mostrador—. ¡Vamos, Draco!
Cuando Draco se volvió, Harry se secó el sudor de la frente con la manga.